(Albert Einstein).
Mientras pasea por la calle, alguien se detiene ante el escaparate de una boutique. En él se muestran dos camisas, hay una notable diferencia de precio entre ambas: la de la izquierda cuesta 180,00 €, la de la derecha sólo 29,99 €.
Antes de proseguir con la lectura de este texto, detengámonos unos instantes para pensar en la razón de este margen de diferencia.
Antes de proseguir con la lectura de este texto, detengámonos unos instantes para pensar en la razón de este margen de diferencia.
La camisa de la izquierda debe su elevado coste a que está confeccionada a mano o con un tejido natural; es un modelo, incluso exclusivo, de un elegante y prestigioso diseñador de moda y está de “rabiosa actualidad”; lo que es lo mismo, es “mejor”. Por el contrario, la camisa de 29,99 €, seguro que es “peor”; de la temporada pasada y se vende como saldo; se deformará o desteñirá con el primer lavado, porque es de un tejido sintético de mala calidad; formará parte de una partida de un millón de idéntica confección “made in Taiwán” o estará diseñada con un patrón incómodo y nada favorecedor porque es una “burda” imitación...
Pero, sigamos con la historia...
Finalmente, esa persona decide entrar a la tienda y, como su poder adquisitivo se lo permite, se concede el capricho de la camisa “mejor”, porque “es alguien con clase”, le gusta mostrar buena imagen e ir elegantemente vestido con prendas de calidad y prestigio.
Pero, sigamos con la historia...
Finalmente, esa persona decide entrar a la tienda y, como su poder adquisitivo se lo permite, se concede el capricho de la camisa “mejor”, porque “es alguien con clase”, le gusta mostrar buena imagen e ir elegantemente vestido con prendas de calidad y prestigio.
Al pagar al dependiente el importe exacto, éste le devuelve 150,01 € y, ante la sorpresa de su cliente, le responde cordialmente:
¿Qué ha ocurrido?
Quizás algo semejante a lo que sucedió con otro caso del que fui testigo: En un comercio entró un individuo vestido con ropa sucia y ajada. Inmediatamente, los dependientes de la tienda se pusieron “en guardia” imaginando lo peor de él. Tras unos minutos, el supuesto “mendigo” o “ladrón” -vaya usted a saber- se acercó a uno de los dependientes con intención de comprar un valioso objeto. El vendedor, con tono despectivo, le dijo su precio con intención de alejarlo. Acto seguido, el comprador, ignorando la actitud del dependiente, sacó el dinero de su bolsillo y le hizo entrega del mismo ante la incredulidad del empleado, quien tuvo que tragarse su orgullo por su gesto arrogante y despótico al haber creído que no podría adquirir tan costoso artículo. La escena finalizó con las burlas del resto de los dependientes por lo “ingenuo” que había sido su compañero, aunque cabría pensar que a ellos les habría podido suceder lo mismo por haber prejuzgado, igualmente, a un comprador por su imagen.
No es nada nuevo ver distintos artículos de moda falsificados en mercadillos ambulantes, donde la gente compra a precios de ganga bolsos de polipiel mal cosidos, sin forro y con la cremallera falta de “3-EN-UNO” para abrirse sin quedar atascada o gafas de sol que dejan “cegato”, sin embargo, causarán envidia entre amigos al ver que incorporan logotipos elitistas que nadie sabrá identificar como falsos, a pesar que los auténticos, posiblemente, estén también sobrevalorados como estrategía de marketing.
“Disculpe. Acabamos de darnos cuenta que el escaparatista ha confundido esta mañana los precios de las camisas expuestas. Sólo son 29,99 euros. Gracias”.
¿Qué ha ocurrido?
Quizás algo semejante a lo que sucedió con otro caso del que fui testigo: En un comercio entró un individuo vestido con ropa sucia y ajada. Inmediatamente, los dependientes de la tienda se pusieron “en guardia” imaginando lo peor de él. Tras unos minutos, el supuesto “mendigo” o “ladrón” -vaya usted a saber- se acercó a uno de los dependientes con intención de comprar un valioso objeto. El vendedor, con tono despectivo, le dijo su precio con intención de alejarlo. Acto seguido, el comprador, ignorando la actitud del dependiente, sacó el dinero de su bolsillo y le hizo entrega del mismo ante la incredulidad del empleado, quien tuvo que tragarse su orgullo por su gesto arrogante y despótico al haber creído que no podría adquirir tan costoso artículo. La escena finalizó con las burlas del resto de los dependientes por lo “ingenuo” que había sido su compañero, aunque cabría pensar que a ellos les habría podido suceder lo mismo por haber prejuzgado, igualmente, a un comprador por su imagen.
No es nada nuevo ver distintos artículos de moda falsificados en mercadillos ambulantes, donde la gente compra a precios de ganga bolsos de polipiel mal cosidos, sin forro y con la cremallera falta de “3-EN-UNO” para abrirse sin quedar atascada o gafas de sol que dejan “cegato”, sin embargo, causarán envidia entre amigos al ver que incorporan logotipos elitistas que nadie sabrá identificar como falsos, a pesar que los auténticos, posiblemente, estén también sobrevalorados como estrategía de marketing.
¿A qué conclusión nos llevan estos ejemplos?
Desde mi punto de vista, a nuestra habitual tendencia a valorar cosas y personas por su apariencia al margen de cualquier hecho objetivo. Es decir, al prejuicio.
Bárbara opina que Aurora, su compañera de trabajo, es una “marujona”, porque al salir de la oficina se enzarza en una guerra contra los ácaros apuntándoles con el spray limpiador del que es experta francotiradora.
Bárbara opina que Aurora, su compañera de trabajo, es una “marujona”, porque al salir de la oficina se enzarza en una guerra contra los ácaros apuntándoles con el spray limpiador del que es experta francotiradora.
Por su parte, Bárbara aprovecha el tiempo libre en combatir a los porteros que tratan de impedirle el acceso a concurridos locales nocturnos, porque el atuendo de alguno de sus acompañantes “no es el adecuado para el lugar”.
Entre sus acompañantes solían estar Carmen y Diego, pero lleva tiempo sin verlos, porque Diego está desbordado de trabajo pues, según dice, su compañero “es un incompetente tocapelotas que se pasa el día comiéndole la oreja al pintamonas de su jefe”. Y, Carmen, según le comentó a él, está molesta con su amiga, ya que cree que está flirteando con su esposo, a quien califica de “hombre íntegro y fiel, hubiese preferido que se buscase un ligón empedernido que fuera de guaperas por la vida, porque le pega más a una loba devoradora de hombres como ella”.
El marido de Carmen, Emilio, le comenta a su “amante”, Flor, lo que le había dicho “ese intelectualoide trasnochado que pierde aceite”, refiriéndose a Diego, ella le respondió, “Ignórale, ya sabes que es un soplagaitas”.
Por casualidades de la vida, Flor, “la querida” de Emilio, es vecina de Aurora, ”la marujona” que trabaja con Bárbara. Pues bien, Aurora tacha a Flor de “paleta” y “hortera”, porque un día se la encontró en el supermercado vestida con chándal y zapatillas de deporte... “¡Qué poca clase!”.
Por casualidades de la vida, Flor, “la querida” de Emilio, es vecina de Aurora, ”la marujona” que trabaja con Bárbara. Pues bien, Aurora tacha a Flor de “paleta” y “hortera”, porque un día se la encontró en el supermercado vestida con chándal y zapatillas de deporte... “¡Qué poca clase!”.
Parecerá una historia inverosímil e incomprensible, pero no deja de ser una sátira de las redes sociales que tejemos a nuestro alrededor llevados por el mal hábito de prejuzgar y encasillar a las personas sin tener argumentos para hacerlo, porque ¿de verdad sabemos qué ocultan esas personalidades a las que aplicamos tan alegremente esos juicios de valor?
No reparamos en el mapa mental de cada individuo para saber si Aurora es una “marujona”, cuando podría estar asistiendo a clases de interpretación teatral, una inquietud que no caracteriza al prototipo en el cual ha sido encasillada. Bárbara sería una mujer segura de sí misma que ha optado por su independencia, pero se le cataloga de “loba devoradora de hombres” porque antepone su libertad y satisfacción personal a un compromiso afectivo, que tal vez tampoco le ofrezcan. Diego es “discreto”, a pesar de no saber guardar un secreto, pero se permite conceptuar a su compañero de “incompetente tocapelotas”, como de “pintamonas” a su responsable. Quizá no se sabe que entre Carmen y Emilio existen unos trámites de divorcio, aunque ella prefiera negarlo u ocultarlo afirmando que su marido le es “fiel”; o que Flor ocupa un puesto de alta dirección en una importante multinacional que le obliga a ir formalmente vestida, por lo que, en su tiempo libre, prefiere la comodidad de un chándal y unas zapatillas deportivas, al riguroso traje chaqueta de ejecutiva y a los molestos zapatos de tacón de aguja, aunque a algunos les pueda parecer “de mal gusto”.
De la misma manera, todos imaginamos a Santa Claus vestido de rojo, pero ¿sabemos que una mundialmente conocida marca de refrescos le cambió el “look” para hacerlo coincidir con su color corporativo? Pues sí, Papa Noel vestía de verde y no de rojo como nos ha hecho creer la publicidad y nos lo hemos creído como “chinos”. ¡Por cierto! ¿Por qué nos engañan como a “chinos”? ¿Significa que los más de 1.000 millones de habitantes de China son todos tan ingenuos, ignorantes y carentes de criterio como para no dudar de cuanto se les dice? En fin, sin entrar en otras consideraciones, si yo fuera china no me gustaría que se utilizase mi nacionalidad para semejante comparación, igual que no imagino que hacer el “indio” signifique pasarse el día haciendo tonterías, como tampoco me gusta pensar que por el hecho de ser “made in Spain” se me presuponga vestida de faralaes, con banderillas por peineta y castañuela en mano.
Pero, volviendo al entrañable Papá Noel, no comprendo cómo el mismo fabricante de refrescos de cola aún no le ha convertido en “anoréxico” haciéndole pasar por una clínica de adelgazamiento para colocarle un balón intragástrico o hacerle una liposucción y, así, cumplir con los cánones de belleza impuestos por los modismos actuales, porque debe ser el único “gordo” aceptado mundialmente, pues los anónimos y desconocidos que llevan el sobrepeso en sus carnes, también lo soportan en el escarnio y la descalificación constante que padecen ante los agudezas críticas de esta sociedad sarcástica que, en el fondo, no tiene ninguna gracia y menos para quienes sufren en primera persona sus mordaces sutilezas.
De esta manera, si seguimos, llegamos “hasta el infinito y más allá” y todos podemos convertirnos en la diana de ojos con rayos destructores y lenguas viperinas que acompañan a cerebros que emplean su capacidad intelectual en crear, cada día, nuevos calificativos más ingeniosos y sorprendentes que nos apuntan con su dedo acusador. Somos “merengues” o “colchoneros”, “nenazas” o “marimachos”, “maricones” o “tortilleras”, “pijos” o “macarras”, “pelmazos” o “marchosos”, “casposos”, “frikies”, “gallinas”, “cocinillas”, “cerebritos”, “loros”, “gafotas”, “moscones”, “colgados”... Todo sirve de motivo para ridiculizar... pero el intelecto no se utiliza para conocer a las personas con detenimiento antes de someterlas a tan injustos y crueles enjuiciamientos.
Curiosamente, podremos observar que estos calificativos, en su gran mayoría, son dicotómicos o excluyentes, peor aún, son radicales, intolerantes e intransigentes. Es la lucha de los contrarios que puede inducir a rivalidad: guapos contra feos, flacos frente a gordos, listos contra tontos, jóvenes frente a viejos, divertidos contra aburridos, ricos frente a pobres... Eres o no eres, estás a favor o en contra, participas o te excluyes, aceptas o niegas... Estás con nosotros o contra nosotros.
Nuestro entorno nos obliga a elegir entre dos favoritos descartando por principio, cuanto menos de entrada, cualquier otra elección posible. No hay estaturas intermedias, no existimos aquellos que, aún perteneciendo al mundo de los “bajitos”, somos “altos”; simplemente existen estas dos categorías. Somos “machotes” o “locas con pluma”, “lindas florecitas de pitimini” o “machorras” de quienes no se tolera su identidad sexual, ni su personalidad. Estamos “liberadas” (con la interpretación negativa que se hace del término) o somos “marujas”, no se permite hacer uso de nuestra libertad personal recibiendo el merecido respeto, al tiempo que nos ocupamos de nuestras familias y hogares con satisfacción o por obligación. Somos “niñatos” o “carrozas”, sin embargo, no podemos tener esa edad estupenda en la que se puede disfrutar de la experiencia de la que adolece la juventud, sabiendo que aún queda mucho tiempo para llegar a la jubilación, porque simplemente se es “cuarentón” o “cincuentón” despreciado por “veinteañeros” y “treintañeros”, preferidos, éstos últimos, hasta por las empresas que rechazan años de experiencia profesional en pro de una juventud cargada de conocimientos meramente teóricos. Somos “machistas” o “feministas” sin comprender que creemos únicamente en la igualdad de sexos sin ponerle calificativo alguno. Somos “vagonetas” o “currantes”, no cabe el permiso para disfrutar de un rato de pereza y descanso tras una dura jornada laboral...
Vivimos rodeados de estereotipos estrechamente ligados al prejuicio que alcanza también a la tan traída y llevada “lucha de sexos”: “todos los hombres sois iguales, sólo pensáis con la bragueta”, pese a que muchos puedan preferir el cariño al sexo o el habitual “mujer al volante, peligro constante” aunque esta frase la pronuncie un “chavalín” que acaba de obtener el permiso de conducir y se refiera a una “tía” que lleva más de 20 años conduciendo a diario con seguridad.
Nuestro entorno nos obliga a elegir entre dos favoritos descartando por principio, cuanto menos de entrada, cualquier otra elección posible. No hay estaturas intermedias, no existimos aquellos que, aún perteneciendo al mundo de los “bajitos”, somos “altos”; simplemente existen estas dos categorías. Somos “machotes” o “locas con pluma”, “lindas florecitas de pitimini” o “machorras” de quienes no se tolera su identidad sexual, ni su personalidad. Estamos “liberadas” (con la interpretación negativa que se hace del término) o somos “marujas”, no se permite hacer uso de nuestra libertad personal recibiendo el merecido respeto, al tiempo que nos ocupamos de nuestras familias y hogares con satisfacción o por obligación. Somos “niñatos” o “carrozas”, sin embargo, no podemos tener esa edad estupenda en la que se puede disfrutar de la experiencia de la que adolece la juventud, sabiendo que aún queda mucho tiempo para llegar a la jubilación, porque simplemente se es “cuarentón” o “cincuentón” despreciado por “veinteañeros” y “treintañeros”, preferidos, éstos últimos, hasta por las empresas que rechazan años de experiencia profesional en pro de una juventud cargada de conocimientos meramente teóricos. Somos “machistas” o “feministas” sin comprender que creemos únicamente en la igualdad de sexos sin ponerle calificativo alguno. Somos “vagonetas” o “currantes”, no cabe el permiso para disfrutar de un rato de pereza y descanso tras una dura jornada laboral...
Vivimos rodeados de estereotipos estrechamente ligados al prejuicio que alcanza también a la tan traída y llevada “lucha de sexos”: “todos los hombres sois iguales, sólo pensáis con la bragueta”, pese a que muchos puedan preferir el cariño al sexo o el habitual “mujer al volante, peligro constante” aunque esta frase la pronuncie un “chavalín” que acaba de obtener el permiso de conducir y se refiera a una “tía” que lleva más de 20 años conduciendo a diario con seguridad.
Aceptamos las propuestas de los patrones estéticos sometiéndonos al bisturí para mejorar nuestra imagen física, en el vano intento de parecer alguien que en realidad no somos. Damos prioridad a la apariencia desatendiendo la evidencia, incluso la de estar poniendo en riesgo nuestra salud por bulimia o anorexia. Sin embargo, ¿cómo y cuándo nos aplicamos el “Botox emocional” o nos realizarnos el “lifting mental” para cambiar nuestra escala de valoración prejuiciosa, para aprender a respetar y empatizar con nuestros semejantes? Nuestra “calvicie intelectual” no se elimina con injertos de cabello, se consigue haciendo uso de nuestra capacidad de razonamiento y de comunicación. No necesitamos un “Wonder Bra”, ni implantes de pecho para lucirlo externamente, hay que mostrar el del interior, prescindir de los senos para ocuparnos del corazón, donde se encuentra la estética de mayor valía, sin importar que sea imperceptible a los ojos, pues no lo es a los sentimientos.
Lamentablemente, las distinciones y clasificaciones abarcan un campo mucho más amplio y problemático si nos referimos a la lista interminable de colectivos sociales que se vieron –y se siguen viendo- injustamente discriminados a lo largo de la Historia, de la cual no se pueden suprimir aquellos capítulos marcados por la “doctrina de superioridad racial” impuesta a miles de hombres y mujeres afroamericanos linchados en EE.UU. entre finales del siglo XIX y principios del XX, como nadie puede olvidar el exterminio del pueblo judío llevado a cabo por el movimiento Nazi durante la Segunda Guerra Mundial, o la “psicosis colectiva“ actual de persecución de los pueblos islámicos tras los atentados del 11-S de 2001, por ejemplificar algunos de los casos más recientes e incluso sangrantes.
Aquí, creo conveniente recordar que la UNESCO establece de forma clara la igualdad entre todos los seres humanos. Expone que, “en el estado actual de los conocimientos biológicos, no podemos atribuir las realizaciones culturales de los pueblos a desigualdades del potencial genético, sino que las diferencias entre las realizaciones de los diversos pueblos se explican completamente por su historia cultural”.
A los miembros de estos colectivos, incluso, se les ridiculiza con apodos insultantes y grotescos como “negrata”, “sudaca”, “panchito”, “calorro”... completados normalmente con algo escatológico. En estos apodos, la segregación lleva implícito algo infinitamente peor: la falacia de la “presunción de culpabilidad a priori” cayendo en la trampa de la justicia de nuestros propios razonamientos, la presuposición de comportamientos antisociales generalizados para todo el colectivo: “avaros”, “terroristas”, “ladrones”, “mafiosos”, “vagabundos”, ”gandules”, “hipócritas”...
Es posible que se me catalogue de “rígida” o de “huraña sin sentido del humor”. Será que soy “borde”, “antipática”, “intolerante” o “antisocial” y necesite hacer un curso de reciclaje o de reinserción social para dejar de ser tan “rarita” y volverme una persona “normal”, pero, sin ese curso que me capacite para comprender y aceptar estos conceptos y esta mentalidad, personalmente y a día de hoy, no le encuentro el sentido, ni la gracia, a ninguno de todos estos apelativos, como tampoco estoy a favor de ningún tipo de discriminación.
Hasta aquí he ejemplificado, inclusive caricaturizado (irónicamente para no salirme de la línea de actuación de esta costumbre social), una variedad –que no la totalidad– de prejuicios, estereotipos y elementos discriminadores con los que convivimos permanentemente. Sin embargo ¿sabemos realmente qué son, de dónde proceden, a qué se deben y qué consecuencias tienen? Si comenzáramos por ahí, sería probable que pudiésemos reflexionar con el objeto de modificar nuestros conceptos, pensamientos y comportamientos al respecto; podríamos encaminarnos hacia un conocimiento más amplio y con una perspectiva más objetiva que nos permita establecer nuestro propio criterio, alejándonos de la parcialidad y de las falsas creencias de las que se nutren.
Una de mis máximas vitales es “No hagas a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti”. Con ella procuro igualarme y ceñirme al patrón de conducta que me corresponde recibir. Si no me gusta que me juzguen, tampoco es apropiado que yo lo haga al no tener derechos diferentes a nadie. En la medida que mi consciencia me lo permite, evito prejuzgar, intento VALORAR con conocimiento de causa, procuro aproximarme a una realidad más objetiva y menos distorsionada, pretendo soportar mis palabras y mis actos en la experiencia, como me esfuerzo en ofrecer y asimilar críticas constructivas. ¿Lo logro? No siempre, debido a que, como nos ocurre a todos los humanos, no consigo abstraerme por completo de la influencia cultural que recibo, aun así, trabajo por mejorar estas deficiencias.
A nadie le gusta que menosprecien ningún aspecto de su identidad, pero nos atribuimos la libertad de prejuiciar a las personas que nos resultan “non gratae”. Si deseamos respeto ¿Por qué no empezamos por ofrecerlo? Si no deseamos ser víctimas o reos ¿Por qué ser jueces o verdugos? La respuesta creo que se halla en el conflicto ético de la evolución de nuestra civilización e inherente al comportamiento y proceso de sociabilización humano. Supongo que el mismo que nos conduce a vivir inmersos en el colosal escaparate de “La Gran Cadena de los Prejuicios Sociales” donde se expone todo y con todo se comercia, donde todo se encuentra y vale todo, donde todo se clasifica y se señala con el dedo, donde cada persona y cada cosa tiene un precio superficial o de risa burlesca.
© Ana Molina (Administrador del blog).