miércoles, 1 de agosto de 2012

La Mala Educación


"Educad a los niños y no será
necesario castigar a los hombres."
(Pitágoras)










Aunque el título del artículo coincida con el de la película de Almodóvar, no voy a referirme a ella; tampoco al grado de formación que reciben los niños y jóvenes en nuestras escuelas y universidades, ni tampoco voy a dar lecciones de paternidad. Simplemente pretendo poner de manifiesto una serie de detalles cotidianos que denotan precisamente eso: la mala educación de las personas que se cruzan en nuestro camino de una u otra manera.

Esto no es un reclamo de caballerosidad o cortesía hacia las mujeres. No hablo en defensa de una diferencia entre sexos que, admitiendo pertenecer al mal denominado "sexo débil", no acepto tal diferencia, ni apelativo. No es un alegato sobre el uso de comportamientos trasnochados, cursis y decimonónicos. Sólo pretendo instar al mantenimiento del derecho al respeto y del civismo en nuestra sociedad, sin distinción de género, o cualquier tipo de condición, antes de terminar por convertirse en algo decadente.

Cuando vamos al volante e indicamos con el intermitente nuestra intención de cambiar de carril no falta el conductor que yendo tras nosotros aprovecha para incorporarse brusca y repentinamente, quedándonos retenidos mientras él continúa su marcha tan ricamente. Como los que parecen estar jugando con nosotros al "pilla-pilla" cuando aceleran si intuyen nuestra intención de adelantarles y frenan cuando desistimos, para volver a repetir la jugada tantas veces como intentemos rebasarles. También están aquellos que aprovechan para acelerar y pegarse al coche delantero con la intención de impedirnos el acceso al carril que ocupan como si tuvieran un título de propiedad que les otorgase el derecho a vedar el paso al resto de vehículos.

Parados en un semáforo en rojo aparece el "prisillas" de turno que, simultáneamente a encenderse la luz verde, sin conceder siquiera un instante para poner la primera marcha, les asalta su impaciencia y empiezan a presionar la bocina y gesticular con las manos, para indicar que el "lentorro" se dé "brillito" para acelerar.

Al entrar en un ascensor aparece alguien que se abre paso entre los demás para entrar el primero, como si por ello se fuera a teletransportar "ipso facto" a su planta. Si nos encontramos "aplastados" al fondo y tenemos que salir, casi hay que suplicar que nos cedan el paso hacia la salida y no suele faltar aquel que nos mira mal encarado por la grandísima molestia que le ocasiona apartarse para dejar salir. Finalmente, cuando logramos aproximarnos a la salida, otra persona, desde el exterior, vuelve a obstaculizarnos la salida, para entrar avasallando a quien se cruce en su camino sin recordar el apartado del "manual de buenos modales" que dice "Antes de entrar dejen salir" y tenemos que esquivarle como si estuviésemos defendiendo el balón en un partido de fútbol.

Tal vez recibí una mala educación, pero de chiquitita mis padres me enseñaron a dar los "Buenos días" al llegar a un lugar, y a decir "Adiós" al abandonarlo. Sin embargo, es frecuente encontrarme en mi trabajo con clones de Mudito -el enanito de Blancanieves que no podía hablar- o pareciese que les fuera la vida en ofrecer un cordial saludo que no conduce a nada, ya que no entraña un deseo explícito hacia el día que se espera tenga ese individuo aparentemente desconocido que se sienta diariamente durante ocho o más horas en la mesa de al lado. Otros no saben responder cuando los recién llegados son quienes les saludan y por toda respuesta obtienen un silencio "sepulcral". Tampoco me sorprende ya encontrarme a última hora de la tarde en mi puesto de trabajo y descubrir que estoy "más sola que la una" sin saber cuándo se marcharon los ocupantes de los puestos cercanos al mío, porque, o bien me he quedado sorda sin saberlo, o no entran en su vocabulario palabras como "Adiós" y frases coloquiales como "Hasta luego", "Hasta mañana", "Hasta el lunes", "Buen fin de semana"... ¿Será que se han quedado afónicos y no les conviene hablar? No sé, en el fondo, lo mismo da la razón, pero me desagrada rodearme a diario con personas que no muestran ningún pequeño rasgo de cordialidad.

Tal vez lo lleven implícito ciertos cargos profesionales, pero tampoco me sorprenden los modos groseros, prepotentes, altivos y despectivos que se "gastan" muchos jefes con sus subordinados, como si, el hecho de ser "inferiores" en la jerarquía laboral, implicase que lo fueran también en rango personal, aunque los subordinados demuestren tener más calidad personal y humana que sus superiores, aunque también existe una "raza" de empleados que, creyéndose los "reyes del mambo", gozan sacando a relucir repetidas veces sus triunfos, a la vez que gritan constantemente los continuos errores de todos los demás.

Mis educadores también me enseñaron la lección de respetar a los demás sin cuchichear, más aún delante de personas ajenas a los chismorreos, pues podían sentirse incómodas ante la situación, inclusive llegar a molestarse o sentirse ofendidas creyéndose objeto de los "susurros". Pero estos individuos no se "cortan un pelo" y con todo el descaro del mundo, pasan por el "confesionario" para "cacarear" en voz baja los "pecados" ajenos a los múltiples "jueces" y "sacerdotes" concentrados a su alrededor para devorar con avidez la última noticia que "Radio Macuto" está divulgando y que causará sensación, al tiempo que les permitirá hacer uso de sus lenguas viperinas, condenar imprudentemente a un semejante y sentirse el centro del universo por unos momentos. No les importa en absoluto "despellejar vivo" a alguien que puede estar oyendo sus palabras, viendo sus gestos y miradas descaradas, sabiendo que el o ella es el centro de la diana de estos dardos envenenados. No es necesario señalar con el dedo, se sabe porque su lenguaje verbal y no verbal les delatan. Entonces, la víctima de este feo y vulgar "comadreo", haciendo uso de las cualidades que estos "charlatanes impenitentes" carecen y que se denominan respeto y educación,  tenderá a intentar ignorar y desoír tanta sucia palabrería, de lo contrario, les estará ofreciendo en bandeja un argumento más para que proliferen las alcahueterías de los "susurradores".

Los asientos reservados en transportes públicos para ancianos, minusválidos y mujeres embarazas, suelen estar ocupados por jóvenes en plenas facultades cuyas posaderas indiferentes calientan, mientras la mujer con un bebé en brazos, la señora cargada de bolsas o el anciano con bastón practican el equilibrismo con el vaivén del vehículo.
Hay personas tan interesadas en cultivarse y en estar informados de la actualidad nacional e internacional que en el autobús o en la sala de espera del médico no llevan consigo un libro o periódico, pero no dejan de ojear el de la persona que tienen al lado y que, a juzgar por el grado de interés que parece suponerles su contenido, habrán "adivinado" el contenido de las 217 páginas del libro que su dueño llevará leídas de antemano.

Al responder llamadas telefónicas, me he encontrado con una inquisitiva voz desconocida que me preguntaba quién era yo sin haberse presentado previamente. Perdón, pero es a mí a quién han telefoneado, luego, sería oportuno que esa "voz del más allá" sea la que se presente primero y no a la inversa.

Y, hablando de teléfonos, no me olvido de otros hábitos adquiridos por quienes van con el móvil hasta al cuarto de baño y no comprenden que un mensaje de texto se puede escribir tras finalizar la corta conversación que están manteniendo en persona con alguien ajeno a su tecleo incesante. Como también me resulta desagradable ser interrumpida por alguien que me habla en persona, mientras mantengo una conversación telefónica, ya sea de índole profesional o privada, y finalmente me obliga a mostrar firmeza para que me permita finalizar, aunque tampoco sería la primera ocasión que me he visto obligada a tener que terminarla bruscamente debido a la impertinencia y falta de discreción.

No es preciso conversar telefónicamente para sufrir intervenciones imprevista. Basta con estar manteniendo una charla personal para que pueda surgir "de la nada" alguien alguien que se inmiscuya en ella sin saber cómo, ni quién le ha dado "vela en ese entierro".

Quién no ha tenido un vecino que, imaginando tener su vivienda insonorizada como si de un estudio de grabación se tratase, se ha permitido poner el volumen de su música -normalmente de bastante mal gusto musical, por cierto- a prueba de sonómetros que no detectarían los decibelios producidos por una explosión nuclear y se ha dejado los nudillos, el palo de la escoba o las tapas de los tacones golpeando contra su pared, el suelo o el techo a las tres de la madrugada en señal de suplica por el respeto hacia el descanso de aquellos que tienen la mala costumbre de madrugar para acudir a su trabajo.

El concepto de "espacio personal" debería incluirse en los temarios escolares de "Educación para la Ciudadanía" para que desde pequeñitos aprendamos que no se puede rebasar a discreción el del prójimo, sin percatarse de la incomodidad que produce en él al sentirse invadido y asediado. La costumbre de algunas personas de estar continuamente tocando o dando ligeros golpecitos a otros y aproximarse en exceso sin tener la confianza necesaria o sin mantener lazos afectivos, son formas de invadir el espacio personal ajeno, las cuales suelen resultar tremendamente molestas para quien teme acabar desgastado por el efecto de la erosión de tanto tocamiento -aparentemente inofensivo-, saber del estado digestivo de su interlocutor a través de su aliento, o sentir deseos de utilizar paraguas para evitar sus salpicaduras salivales.

Las más famosas sopranos y Los Tres Tenores se dedican al "bel canto" pero existen muchos que deben sentirse atraídos por la "brutta canzone" emanada por diferente partes de su geografía corporal que con vehemencia "cantan" La Traviata -no la de Verdi, precisamente-  cuando se aproximan "peligrosamente" a los demás, incluso invadiendo su espacio personal como decía anteriormente, obligándoles a tolerar sus nada sutiles "fragancias y efluvios aromáticos" con estoicismo y disimulo mientras tararean mentalmente una canción que decía "hay una cosa que se llama jabón, que mata los piojos y quita el olor".

El sabio refranero español nos recuerda que "de bien nacidos es el ser agradecidos", sin embargo, la palabra "Gracias", debe ser una de las palabras en vías de extinción del diccionario de la R.A.E., como también lo deben ser "Perdón", "Disculpa" o "Favor", porque son abundantes las personas que las desconocen cuando, por ejemplo, al preguntar en la calle a un desconocido la hora o cómo llegar a una dirección,  no las emplean y hacen sospechar que pertenecen al "Club de ahorradores", pero no de dinero, sino de  palabras que forman frases del estilo "Disculpa. Por favor ¿me podrías decir qué hora es?" para finalizar diciendo "Gracias" a quien se le ha interrumpido de su actividad.

Nos encontramos en un restaurante comiendo tranquilamente, cuando la grata conversación que estábamos manteniendo se ve interrumpida con la sonora entrada de un grupo que, a juzgar por el volumen de sus voces, deben formar parte de la "ONSE" y no es que esté pronunciando con acento andaluz las siglas de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE), ni confunda la "C" con la "S", sólo pienso que deben ser miembros de la "organización nacional de sordos españoles", con todos mis respetos por sufren la carencia de este sentido.
Tal vocerío llevan consigo, que no se percatan de las miradas de reprobación que les dirigen los comensales de otras mesas quienes, además, para poder escucharse a sí mismos, necesitarían recurrir a la ayuda de un altavoz, cuando yo, personalmente, lo que desearía sería ponerles una sordina a los escandalosos.

Pensarán que el hecho de levantar la voz para que se les escuche desde La Alcarria hasta Sebastopol, les otorgará la razón o les permitirá convertirse en el centro de atención, lo cual, evidentemente, logran a merced de los numerosos decibelios que acompañan a sus palabras, consiguiendo sobresalir notablemente entre las demás voces. Si, para colmo, no tienen la sana costumbre de respetar el turno de palabra ajeno, escuchándose sólo a sí mismos, sin atender a cuanto se les quiere transmitir, además de ser unos "voceras" se convierten en "cansinos insufribles".

Y como estos ejemplos reales podría continuar con un largo etcétera, etcétera y etcétera... 

Como decía al comienzo, no se trata de emplear una gentileza propia de siglos pasados, ni un estilo "demodé". No hablo de ceder el paso a las damas, ni de retirarles la silla al sentarse o ayudarlas a ponerse el abrigo. No hablo de sexos, ni siquiera entro a valorar aspectos éticos, hablo, simple y llanamente, de educación y respeto hacia nuestros semejantes; unos valores que parecen estar cayendo en el olvido.

No hay que graduarse en la universidad con honores, ser "cum laude" en "Humanidad" o haber sido educado por la mejor de las institutrices, para mantener unas mínimas normas de conducta social que muestren respeto, deferencia y urbanidad.

Sin duda alguna, la familia y el círculo social en el que se habita son la base fundamental sobre la que se soporta la educación de los seres humanos y que conforman una parte de la personalidad, pero el hombre por sí mismo tiene la capacidad de aprendizaje, de adquisición de conocimiento y de elección, para saber discernir qué valores desea desarrollar y, en su caso, modificar y, por ende, sin responsabilizar a nadie de sus actos conscientes, libres y voluntarios.

Hay que tener en cuenta que nuestra conducta impacta siempre en los demás y el mantenimiento de unos buenos modales nos hacen ser más humanos. Si no sabemos mantener una conducta adecuada, esto redundará en el detrimento de las relaciones o en la imposibilidad de crearlas. Todas las personas tenemos derecho a recibir un trato amable; si nos acostumbramos a convivir con la total ausencia de cortesía, se instala en nosotros un sentimiento de desvalorización, cuando una verdadera buena educación ha de ser siempre una muestra de amor y respeto hacia los demás.

Para lograr mantener una buena conducta con los demás, es importante aplicar la empatía, ponerse en la situación del otro, para tener en consideración aquello que a nosotros nos desagrada respecto de los gestos de otros y entender que, en este sentido, no somos únicos, que aquello que nos molesta a nosotros, también puede molestar a los demás, tener el miramiento de obrar sin incomodar y con respeto por la dignidad, tanto propia como ajena.

La buena educación lleva implícito el respeto, esencia de las relaciones humanas que hay que aplicar en todo momento de manera cotidiana y sin el cual, estaríamos en permanente conflicto con todo el mundo. A través de él se crea un ambiente de seguridad y cordialidad que permite la aceptación de las limitaciones ajenas y el reconocimiento de los valores de los demás, de la autonomía de cada ser humano y del derecho a ser diferentes sin considerarse superior a nadie.

El respeto va de la mano de otro valor: la tolerancia. Ninguno podría subsistir sin el otro, mientras la intransigencia conduce a actitudes irrespetuosas y, por tanto, susceptibles de faltas de educación.

Estamos asistiendo a un proceso de "deshumanización", en el que se puede apreciar un progresivo deterioro de los valores humanos, sustituyendo lo ético por meros conceptos estéticos. Hemos construido un sistema en el que prevalecen las actitudes individualistas sin reparar en que nuestro comportamiento impacta directamente sobre los demás, lo que a su vez implica un deterioro de las relaciones sociales.

Ya que vivimos en sociedad y no aislados como eremitas, mostrémonos sociables y dejemos, tanto en éste como en otros aspectos, de comportarnos como borregos que sólo saben balar dejándose guiar por perros pastores. Si realmente somos diferentes de los animales, creo conveniente demostrarlo haciendo uso de una buena educación. No deberíamos olvidar que, lejos de ser una muestra de cursilería, las buenas formas son la expresión de lo mejor que cada uno tiene en su corazón para dar altruistamente a los demás.

  
AnA Molina (Administrador del blog)