domingo, 24 de noviembre de 2013

Sensaciones vs. Tiempo

 
 
 
 
 
"El tiempo no es sino el espacio
entre nuestros recuerdos"
(Henri Frederic Amiel)
 
 
Que poderosa es la mente al producirnos involuntarios pensamientos que se trasladan, espontáneamente, en forma de sensaciones a nuestro vientre. Ambos se confabulan para que de ellas se impregne el corazón. Y así, los tres, en cruel o dulce comunión, nos trasladan, como volando en alas de un sueño, a otros mundos, a otra realidad ideal, soñada, sí, pero sentida hasta erizarnos el vello o producirnos escalofríos.
 
Nos recreamos en ilusiones y fantasías que quizás nunca lleguen a formar parte del pasado vivido más allá de nuestras ensoñaciones, donde permanecerán ocultas, incluso olvidadas. Añorantes, reproducimos recuerdos con tal intensidad que los cinco sentidos reaccionan armónicamente. Entra por los poros el tacto de otra piel; por el olfato, un olor penetrante que se percibe con deseo; un sabor que vuelve más húmeda la boca y ¿por qué no? también otras zonas del cuerpo que, por pudor, vergüenza o respeto, no se suelen mencionar; una melodía que marcó un momento de nuestra vida resuena en nuestros oídos y hace latir con fuerza a nuestro corazón, así como un sonido que invita a trasladarnos a un verde y fresco prado o a la orilla del mar; una imagen, una  escena, un rostro, una mirada, no sé...  todo aquello que nos regala nuestra memoria fotográfica o la imaginación.
 
Sensaciones efímeras que pasan de largo, como circula el agua sobre el lecho de un río, cuando, como un ladrón, irrumpe el tiempo llevándose al país de Nunca Jamás, sensaciones y recuerdos propios,  quizá, de los niños perdidos amigos y compañeros de juego de Peter Pan.
 
El tiempo no perdona y cobra su factura por otorgarnos unos instantes para bucear en nuestro interior en busca de la motivación y la satisfacción ausentes, tal vez, en la simplicidad de nuestra realidad; por la fugacidad de un momento de recreo ante el tesoro que se oculta en íntimos deseos que nos aproximan al bienestar; aquel que pretendemos disfrutar si algún día alcanzamos ese punto de equilibrio casi perfecto entre nuestro entorno, circunstancias, sentimientos, impulsos, vivencias y nuestra identidad. Concordancia que nos dirija, a través de nuestra conciencia, a la plenitud, a la ecuanimidad, -¿a la libertad personal?-, permitiéndonos así, sentirnos más cerca de la felicidad (sólo más cerca, pues si la alcanzásemos por completo implicaría perfección y la perfección, ya se sabe, es utopía).
 
Es entonces cuando pagamos el precio que nos exige el tiempo, al imponernos recuperar la cordura que nos reconduce a la cotidianeidad, evitando  permanecer en un estado de pseudo-embriaguez que llegue incluso a bloquear nuestra atención ante otros asuntos reales y que con razón o sin ella consideramos vitales. Como inconsciente mecanismo de defensa nos aplicamos afirmaciones como puede ser que, si no se piensa no se conservan recuerdos, emociones ni sensaciones, si no se conservan no se sienten y si no se sienten no queda el vacío al retomar la realidad: la soledad, la decepción, la insatisfacción, el peso de las experiencias ingratas, la madurez, la carga de responsabilidad, las obligaciones... todo aquello que pesa sobre nuestras espaldas. De esta manera, casi sin saber cuándo, sin comprender el por qué, restablecemos férreas posiciones que nos ayudan a mantener la seguridad que nos ofrece estabilidad, un teórico equilibrio emocional, y que, según se mire, también son positivos sin duda alguna, pero que nos separa de nuestro “YO” más íntimo donde residen subyugados gran parte de nuestros impulsos naturales, deseos y necesidades existenciales descartados, en algún momento de nuestro pasado, por infantiles, utópicos, impracticables o vaya usted a saber qué justificación les condenó al ostracismo. La misma justificación que nos deja mutilados si no levantamos la condena al exilio de nuestros anhelos, a los que, consciente o inconsciente, voluntaria o involuntariamente impusimos en injusto castigo que los relegó al olvido.
 
Pero también hay que ser cautelosos, pues si la fuerza innata de esos deseos (ya frustrados e insatisfechos) es tan grande que les hace rebelarse manifestándose a través de sensaciones que invaden los sentidos físicos, desconectando de manera prolongada del de la realidad, su voz representará una señal de alarma para abandonar el edificio interior que habitamos y que hemos construido a lo largo de nuestra vida, pues corre el peligro de hundimiento si no se restaura con prontitud, sustituyendo muros por puertas y ventanas por donde entren luz y aire fresco en nuestra existencia cotidiana. En este caso, y únicamente cuando seamos capaces de escucharla con atención y detenimiento, tomaremos conciencia de la necesidad de salvar nuestra naturaleza personal de la anemia que sufre por falta de vitalidad.
 
Ana Molina (Administrador del blog)