entre nuestros recuerdos"
(Henri Frederic Amiel)
Que poderosa es la mente al producirnos involuntarios
pensamientos que se trasladan, espontáneamente, en forma de sensaciones a
nuestro vientre. Ambos se confabulan para que de ellas se impregne el corazón.
Y así, los tres, en cruel o dulce comunión, nos trasladan, como volando en alas
de un sueño, a otros mundos, a otra realidad ideal, soñada, sí, pero sentida
hasta erizarnos el vello o producirnos escalofríos.
Nos recreamos en ilusiones y fantasías que quizás nunca
lleguen a formar parte del pasado vivido más allá de nuestras ensoñaciones,
donde permanecerán ocultas, incluso olvidadas. Añorantes, reproducimos
recuerdos con tal intensidad que los cinco sentidos reaccionan armónicamente.
Entra por los poros el tacto de otra piel; por el olfato, un olor penetrante
que se percibe con deseo; un sabor que vuelve más húmeda la boca y ¿por qué no?
también otras zonas del cuerpo que, por pudor, vergüenza o respeto, no se
suelen mencionar; una melodía que marcó un momento de nuestra vida resuena en
nuestros oídos y hace latir con fuerza a nuestro corazón, así como un sonido
que invita a trasladarnos a un verde y fresco prado o a la orilla del mar; una
imagen, una escena, un rostro, una
mirada, no sé... todo aquello que nos
regala nuestra memoria fotográfica o la imaginación.
Sensaciones efímeras que pasan de largo, como circula el agua
sobre el lecho de un río, cuando, como un ladrón, irrumpe el tiempo llevándose
al país de Nunca Jamás, sensaciones y recuerdos propios, quizá, de los niños perdidos amigos y
compañeros de juego de Peter Pan.
El tiempo no perdona y cobra su factura por otorgarnos unos
instantes para bucear en nuestro interior en busca de la motivación y la
satisfacción ausentes, tal vez, en la simplicidad de nuestra realidad; por la
fugacidad de un momento de recreo ante el tesoro que se oculta en íntimos
deseos que nos aproximan al bienestar; aquel que pretendemos disfrutar si algún
día alcanzamos ese punto de equilibrio casi perfecto entre nuestro entorno,
circunstancias, sentimientos, impulsos, vivencias y nuestra identidad.
Concordancia que nos dirija, a través de nuestra conciencia, a la plenitud, a
la ecuanimidad, -¿a la libertad personal?-, permitiéndonos así, sentirnos más
cerca de la felicidad (sólo más cerca, pues si la alcanzásemos por completo
implicaría perfección y la perfección, ya se sabe, es utopía).
Es entonces cuando pagamos el precio que nos exige el tiempo,
al imponernos recuperar la cordura que nos reconduce a la cotidianeidad,
evitando permanecer en un estado de
pseudo-embriaguez que llegue incluso a bloquear nuestra atención ante otros
asuntos reales y que con razón o sin ella consideramos vitales. Como
inconsciente mecanismo de defensa nos aplicamos afirmaciones como puede ser
que, si no se piensa no se conservan recuerdos, emociones ni sensaciones, si no
se conservan no se sienten y si no se sienten no queda el vacío al retomar la
realidad: la soledad, la decepción, la insatisfacción, el peso de las
experiencias ingratas, la madurez, la carga de responsabilidad, las
obligaciones... todo aquello que pesa sobre nuestras espaldas. De esta manera,
casi sin saber cuándo, sin comprender el por qué, restablecemos férreas
posiciones que nos ayudan a mantener la seguridad que nos ofrece estabilidad,
un teórico equilibrio emocional, y que, según se mire, también son positivos
sin duda alguna, pero que nos separa de nuestro “YO” más íntimo donde residen
subyugados gran parte de nuestros impulsos naturales, deseos y necesidades
existenciales descartados, en algún momento de nuestro pasado, por infantiles,
utópicos, impracticables o vaya usted a saber qué justificación les condenó al
ostracismo. La misma justificación que nos deja mutilados si no levantamos la
condena al exilio de nuestros anhelos, a los que, consciente o inconsciente,
voluntaria o involuntariamente impusimos en injusto castigo que los relegó al
olvido.
Pero también hay que ser cautelosos, pues si la fuerza innata
de esos deseos (ya frustrados e insatisfechos) es tan grande que les hace
rebelarse manifestándose a través de sensaciones que invaden los sentidos
físicos, desconectando de manera prolongada del de la realidad, su voz
representará una señal de alarma para abandonar el edificio interior que
habitamos y que hemos construido a lo largo de nuestra vida, pues corre el
peligro de hundimiento si no se restaura con prontitud, sustituyendo muros por
puertas y ventanas por donde entren luz y aire fresco en nuestra existencia
cotidiana. En este caso, y únicamente cuando seamos capaces de escucharla con
atención y detenimiento, tomaremos conciencia de la necesidad de salvar nuestra
naturaleza personal de la anemia que sufre por falta de vitalidad.
Ana Molina (Administrador del blog)