Hace treinta años, tuve como paciente a un joven que en una ocasión se había separado de su grupo de esquiadores y había pasado tres días a la intemperie, a varios grados bajo cero, y sin embargo había logrado sobrevivir. Había permaneció hospitalizado durante varios días en la población a la que había ido a esquiar y luego había sido trasladado en avión a nuestro centro en Nueva York, aquejado de gangrena progresiva en los pies. Los cirujanos de la localidad de esquí habían decidido amputarle los pies y confiaban en que nuestro equipo quirúrgico vascular, conocido en el mundo entero, consiguiera evitar esa trágica solución. El joven fue operado, pero el resultado de la intervención no se supo hasta al cabo de tres semanas. Luego su pie izquierdo empezó a mejorar y el derecho a empeorar rápidamente. Cuando los médicos le comunicaron que debían amputárselo, el joven se negó en redondo. Deseaba conservar el pie a toda costa.
Poco a poco su estado se fue agravando a medida que las toxinas de la gangrena invadían su organismo. Su familia y sus amigos estaban desesperados, pero no consiguieron convencer al joven. Estaba decidido a conservar el pie. La situación alcanzó su punto álgido una tarde cuando, por tercera o cuarta vez, un grupo de médicos examinó los análisis más recientes del joven y comentaron con él la necesidad de amputarle el pie. En medio de la discusión, la novia del paciente, abrumada por la posibilidad de que éste muriera, perdió los nervios. Llorando, se arrancó el anillo de compromiso y lo colocó en el dedo pequeño, negro e hinchado, del pie izquierdo de su novio “Odio ese maldito pie –exclamó la chica–. Si lo quieres tanto, ¡cásate con él! Tienes que escoger entre él o yo.” Todos contemplamos el pequeño brillante, rodeado de los tejidos negros y gangrenosos del pie. Incluso bajo la luz fluorescente, brillaba lleno de vida. El joven no dijo nada y cerró los ojos, cansado. Nosotros, que también nos sentíamos cansados, salimos de la habitación para visitar a otros pacientes. Al día siguiente, el joven aceptó que le operaran.
Yo seguí sus progresos mientras le colocaban un pie artificial y durante sus sesiones de rehabilitación. Al final del año, sólo una leve cojera indicaba que le habían amputado un pie. Dos semanas antes de su boda recordé con él aquella conferencia médica decisiva y le pregunté qué le había hecho cambiar de opinión. El joven respondió que el hecho de ver el brillante sobre su dedo pequeño le había producido una fuerte conmoción. Jenny tenía razón. Parecía que estuviera casado con su pie. El dramático gesto de su novia le había ayudado a comprender por primera vez que estaba más apegado a su pie que comprometido con la vida, con la vida que iban a iniciar juntos. No obstante, fue su compromiso con esa vida lo que le había permitido sobrevivir durante tres días en la nieve.
Si bien el sentimiento de apego tiene su raíz en la personalidad, en lo que los budistas denominan el “deseo natural”, el compromiso procede del alma. En nuestra relación con la vida, al igual que en nuestras relaciones humanas, el apego nos cierra las puertas a otras opciones, mientras que el compromiso las abre. A muchas personas les resulta difícil distinguir entre apego y compromiso. Sin embargo, el apego nos conduce hacia una trampa. El compromiso, aunque a veces haga que nos sintamos atrapados, en última instancia nos conduce a un ámbito de mayor libertad. Ambos implican en cierto momento la experiencia de aferrarse a algo, a veces contra corriente o venciendo la tentación de renunciar a ello. Se puede distinguir entre uno y otro sentimiento, en la mayoría de las situaciones, observando si una determinada actividad o relación nos conduce más cerca de la libertad o de la esclavitud. El apego es un reflejo condicionado, una respuesta automática que a menudo no expresa lo mejor de nosotros mismos. El compromiso es una elección libre y consciente destinada a aliarnos con nuestros auténticos valores y objetivos. La supervivencia, cuando nos vemos amenazados por una enfermedad mortal, suele implicar la voluntad de renunciar a todo excepto a la vida.
“El Buen Camino de la Sabiduría”
(Rachel Naomi Remen, Doctora en Medicina)