“Si alguien
no marcha a igual paso que sus compañeros,
puede que
eso se deba a que escuche un tambor diferente.
Que camine
al ritmo de la música que oye, aunque sea
lenta y remota.”
(Henry
Thoreau)
Como todas las mañanas, se vio frente al espejo al levantarse y ¿qué es lo que vio? Lo mismo de todos los días, lo mismo que ve la gran mayoría de las personas cuando se miran ante el espejo, aunque no vean su reflejo real.
Tenía dos ojos, una boca, dos manos al final de sus brazos, dos pies que soportaban su esqueleto y le permitían caminar... Entonces, ¿qué diferencia podía existir en él respecto al resto de los mortales "no mutilados"?, se preguntaba contemplando un gran respeto por quienes podían sufrir cualquier tipo de minusvalía física, psíquica, cognitiva o sensorial. Le supuso años de reflexión, auto-estudio y auto-crítica hallar la respuesta, poder llegar a afirmar con seguridad, pero sin arrogancia, que en él sí existía una gran diferencia: era único, era inimitable, era irrepetible, era inigualable, porque como él no había, no hubo, ni habrá dos iguales. Ya que todos somos únicos, justamente aquello que le hacía distinto de los demás, era precisamente lo que le igualaba al resto. ¡Curiosa paradoja!
Pero él veía en sí mismo algo más que pocos podían apreciar en él: su autenticidad y todo cuanto esta palabra pueda llevar implícita: inteligencia, personalidad, inquietudes, comportamiento, indumentaria, expresiones, aficiones y un sinfín de elementos más que le resultaba imposible enumerar a bote pronto.
Como cada día, salió a la calle e hizo el trayecto hacia su trabajo en el autobús donde habitualmente se dedicaba a observar con silenciosa discreción los comportamientos de otros viajeros: uno dormía, otro se desgastaba los dedos pulsando incesantemente el teclado de su teléfono móvil; una chica con auriculares escuchaba música mientras canturreaba en voz alta con rítmicos movimientos de su cuerpo; una mujer leía las últimas páginas de un libro de Lou Marinoff cuyo título le provocó una sonrisa ciertamente maliciosa: "Más Platón y Menos Prozac"; un hombre maduro mantenía con el conductor una enfervorizada conversación sobre los resultados del partido de la liga de fútbol que la noche anterior habían retransmitido en televisión; otro molestaba a su compañero de asiento cada vez que invadía su espacio personal al pasar las páginas de su diario deportivo; dos mujeres "despellejaban viva" a una ¿amiga? ausente y, al fondo, una joven oteaba con la mirada ausente cuanto iba apareciendo en el exterior, al otro lado del cristal de la ventanilla en el que figuraba el letrero "Rómpase en caso de emergencia". Así, sucesivamente, cada uno se encontraba inmerso en su mundo, ajeno a lo que sucedía a su alrededor.
Una vez más volvía a preguntarse "¿en qué me diferencio yo de toda esta gente?". No le gustaba el fútbol por considerarlo, entre otras cosas, un deporte de masas al cual, los medios de comunicación, otorgaban demasiada notoriedad para desviar la atención de temas candentes de mayor trascendencia; así no era de extrañar que no gastase un céntimo en diarios deportivos, mucho menos se enzarzaría jamás en una discusión por un asunto tan banal e insustancial; no entendía el proceso de mutación sufrido por muchas personas al transformase en la prolongación de un aparato electrónico con un teclado y una pequeña pantalla que aparecía como una protuberancia en sus orejas o entre sus manos; siempre le gustó la discreción y manifestar respeto, no molestando a nadie con sus actos; detestaba juzgar a los demás y hablar mal de personas ausentes. No era dado a las comparaciones, tampoco a compararse con otros, máxime si se sabía diferente a ellos. No obstante, si le hubiesen obligado a tener que decantarse por alguno de sus compañeros de viaje por encontrar alguna similitud entre él y el resto de pasajeros, sin duda alguna, habría escogido a la lectora de Marinoff y, en todo caso, a la muchacha de mirada perdida. Con su "deformación" de analizarlo todo, ese entorno le creaba una ambivalencia, una dualidad ya familiar en él; por un lado se sentía bien, porque, al ir todos inmersos en sus propios y pequeños mundos, no sentían la necesidad de reparar en él, así podía pasar desapercibido sin que le observasen como a alguien diferente a ellos y podía sentirse él mismo en libertad; sin embargo, y por otra parte, le producía un sentimiento de vacío y soledad por saberse distinto a todos, por no tener una forma de pensar y actuar tan convencional como la manifestada por el resto. Pensaba que, indiscutiblemente, a este mundo le hace falta leer más a Platón para poder tomar menos Prozac.
Bajó del autobús en la misma parada de siempre y anduvo hasta a la oficina, mientras sentía en la cara el rigor del frío invierno. Poco antes de llegar a su destino, se cruzó con un hombre elegantemente vestido con un impecable traje gris marengo que se dejaba ver bajo su abrigo negro de buena calidad, con relucientes zapatos casi a estrenar. Hasta aquí no había nada que pudiese parecer extravagante a ojos ajenos, si no fuese por la gorra de béisbol roja que conjuntaba en color con una gran bufanda de lana gruesa con pompones en sus extremos, posiblemente tejida a mano con el cariño de una madre. Le sorprendió gratamente apreciar como este hombre caminaba con paso firme y seguro de sí mismo, sin manifestar ningún sentimiento de ridículo, cuando su atuendo habría provocado la risa en más de uno y en más de dos.
Tras sus pasos, el hombre se alejaba tarateando una alegre cancioncilla, mientras al frente, a nuestro protagonista, le esperaban horas de burla, incomprensión, críticas, indiferencia e incomunicación por su peculiar personalidad, por sentirse continuamente catalogado como "el rarito de la ofi", lo cual le llevaba a sentir inseguridad y pérdida de autoestima; a tener que mantener un elevado nivel de auto-control para poder sobrellevar con serenidad y estoicismo esa incómoda situación durante jornadas interminables, durante meses, años, tal vez toda una vida... Situaciones que, en sí mismas, mermaban cotidiana y paulatinamente los mecanismos necesarios para que pudiese interactuar con su entorno social y que podían llegar a incapacitarle para hacerlo eficazmente.
En este hábitat que llamamos "sociedad", donde la socialización parece una cualidad en decadencia; en esta "jungla" en la que vivimos, en la que nos comportamos con más violencia y agresividad que la especie animal más feroz, el protagonista de esta historia tenía que enfrentarse, día a día, a un monstruo por el que temía ser devorado cada vez que tomaba el autobús, al ir a la panadería, durante su horario de trabajo, en una reunión de la comunidad de vecinos, al dar un paseo en solitario, inclusive en la convivencia con algunos miembros de su propia familia, es decir, siempre que interactuaba con otras personas con las que no encontraba afinidad alguna.
Mantener su autenticidad le pasaba una costosa factura cuando se mezclaba con otros seres únicos como él, pero también opuestos diametralmente a su percepción de las cosas; seres que, a diferencia de él, no poseían unos valores humanos fundamentales: la tolerancia, la comprensión y, por tanto, el respeto. Mientras él seguía con sus eternos interrogantes: "¿Qué hay de diferente en mí?", "¿Qué es lo que tengo que cambiar?", "¿Cómo puedo lograr integrarme?", tras los cuales resurgía su imperecedera satisfacción por ser tal y como era sin maquillaje, ni artificios; en resumen, la permanente contradicción que no sabía a qué o a quién achacar.
¿Por qué...?
¡Quién lo sabe!
Posiblemente la responsabilidad fuese compartida por su propia complejidad, la cual le impedía ser más básico de lo esperado, y por cuantos componían su entorno social, quienes, llevados por su simplicidad se habían dejado arrastrar por la fuerza de una sociedad que premia la discriminación de las personas que, por una u otra razón, no cumplen con todos los requisitos que ésta impone para legitimar una membresía cualificada y han de conformarse con ser, simplemente, catalogados como "bichos raros".
Esa era su realidad, esa era una de sus cualidades fundamentales, con ella tenía que convivir en un continuo conflicto interno, en un bucle infinito de dudas y emociones negativas que le impedían disfrutar de su vida con serenidad...
Sólo por poner algunos claros y sencillos ejemplos, basta con ser tímido, introvertido, reservado, carecer de ciertas habilidades sociales, mostrar una "vena mística" o espiritual, no ser agraciado físicamente, tener un insólito "leitmotiv", llamarse como un rey godo o vestir de manera inusual, para convertirse en motivo de chanza de un colectivo que no muestra ningún miramiento hacia las cualidades ajenas y, con ello, evidencian su carencia de valores humanos y éticos, el hecho de estar limitados por lo meramente estético y acomodaticio que les simplifica y facilita su trivial esencia y existencia.
¿Por qué "rarito"? ¿Por qué influir negativamente en el ánimo de una persona haciéndola sentir "la oveja negra" en un "rebaño de merinas"? ¿Por no ser convencional? ¿Por tener una identidad propia que no se adapta a ciertos cánones sociales admitidos y elogiados? ¿Por qué...?
Las personas con un nivel de conciencia más desarrollado que la media suelen no encajar bien en su entorno, por lo que padecen un marcado sentimiento de inadecuación que mella su estabilidad emocional siempre que no aprendan a superarlo o, al menos, a manejarlo convenientemente. Estas personas suelen ser muy intuitivas, sensibles y sensitivas, de modo que, perciben con mayor facilidad que el resto, las actitudes ajenas como si de receptores de vibraciones externas se tratase. Tienen una vida interior muy rica, la cual no les impide tener grandes inquietudes que les llevan permanentemente a cuestionar una realidad a la que no encuentran un sentido lógico y razonable. No aceptan de forma natural quedarse con la percepción de superficialidad de la vida, de ahí que, al no ser fácil encontrarlo -por no decir imposible-, suelen manifestar un cierto grado de frustración, viéndose permanentemente forzados a desarrollar unas habilidades que no se adaptan a su naturaleza, pero que les permitan integrarse en un grupo con el que, como piezas de otro rompecabezas, nunca podrán encajar por completo, a pesar de sus esfuerzos por refrenar e incluso rechazar su condición natural. Viven la compasión como algo natural y buscan dónde ejercerla, aman la belleza y los vínculos afectivos. Todo ello les lleva a poner en práctica sus mejores valores e intentan superarse a diario a sí mismos. Las personas con estas características y que sufren este sentimiento de "no encajar en el mundo" son las que padecen aquello que, en Psicología Transpersonal, se ha dado en llamar "Complejo de Inadecuación Esencial".
Nuestra identidad es el conjunto de rasgos que nos hace ser diferentes a los demás, expresa quién y cómo somos. Con ella marcamos un estilo propio, original e individual, que si no encaja con las normas mayoritariamente aceptadas, provoca recelo en quienes miran la vida desde el prisma de la simplicidad y, como no alcanzan a comprender la complejidad de otro carácter diferente al suyo, temen que éste les pueda perjudicar de algún modo "siniestro" que se escape a su control e incluso les haga perder su rol de superioridad aparente. Así, para ocultar el miedo que su propia debilidad e inseguridad les provoca, contraatacan con el único medio que su elemental personalidad les permite: el desprestigio mediante la mofa, sin reparar en las graves consecuencias que puede suponer para la persona que es víctima de este "acoso burlesco y difamatorio". En contrapartida, si teniendo una personalidad compleja, compuesta por cualidades, ideas, emociones o tendencias diferentes y muy marcadas, renunciamos a nuestra propia esencia, literalmente, estaremos renunciando a nosotros mismos para pasar a vivir permanentemente bajo una falsa apariencia, tras una máscara que, tarde o temprano, acabará por caer dejando al descubierto nuestra verdadera personalidad totalmente desprovista de recursos para la adecuación social.
No hay que ser cautivos de uno mismo, del "ser", de sentir la vida de acuerdo a unas etiquetas que rijan todos nuestros actos de forma inamovible, ya que, de este modo, nos estaremos privando del desarrollo y de la evolución personal. No conviene ser rehenes del "estar", resignándonos indefinidamente a lo conocido por temor a asumir los riesgos y la incertidumbre que la vida lleva implícitos. Como tampoco hay que ser prisioneros del "parecer", basando nuestras vidas en la simple apariencia, en el puro e insignificante convencionalismo, sin aventurarnos a sumergirnos en la maravillosa profundidad de la existencia. La cuestión es trabajar para aprender a ser libres y espontáneos en cualquier lugar y situación, tarea nada fácil, dicho sea de paso.
Yo, personalmente, me siento marcada por el estigma de ser frecuentemente considerada como un "bicho raro", pero prefiero pertenecer a Venus que a Marte y sentirme satisfecha y orgullosa de ser un unicornio, azul, al ser posible, antes que formar parte de un rebaño de ovejas churras o merinas, tanto da, en el que todas son iguales y en poco se diferencian, reses incapaces de moverse por sí mismas si no son guiadas por un perro pastor que las conduzca al redil.
La razón de preferir ser de Venus, la abordaré en una próxima ocasión, pero el motivo por el cual opto por ser un unicornio, como Shawn Achor siendo niño hizo creer a su hermana Amy, se puede encontrar en el siguiente video. Y de color azul porque si me pierdo en mi universo interior, sé que alguien en el exterior me añorará, buscará mi regreso, respetando y valorando mis cualidades únicas. Sólo así seguiré siendo fiel a mi singularidad y a cuantos me une un lazo afectivo.
Y tú ¿Quién deseas ser?
¿Quién eres realmente?
¿Quién eres realmente?
“Si uno es diferente se ve condenado a la soledad”.
(Aldous Huxley)
AnA Molina (Administrador del blog)
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