jueves, 7 de enero de 2010

Y tras Navidad ¿Qué...?


Como cada año, las fiestas navideñas llegan y se van cargadas de las mismas cosas y de idénticos sentimientos bondadosos. Como cada año por estas fechas nos reunimos con familia y amigos, brindamos con compañeros de trabajo, disfrutamos de unas cortas y merecidas vacaciones, ofrecemos y recibimos regalos... Disfrutamos y sufrimos las consecuencias de las grandes comilonas, la diversión, las indigestiones, las resacas y el sueño trasnochado... Brindamos, felicitamos, regalamos buenos deseos, besos, abrazos, reencuentros y paquetes voluminosos. Llenamos estos días de risas, aunque las lágrimas queden ocultas tras la máscara del cotillón de año nuevo... Pero ¿qué ocurre con toda la alegría y felicidad que derramamos y repartimos sin reparos en Navidad, cuando volvemos a nuestra cotidianeidad y pasaron “estos días tan señalados”?

Ya enviamos las felicitaciones a todas aquellas personas de quienes no sabíamos nada desde las pasadas fiestas, es decir, desde hace un año o, al menos, desde hacía muchos meses. Nos creemos mejores personas y consideramos que hemos cumplido escribiendo esos “christmas” que tan generosamente compramos para colaborar con una ONG, incluso el juguetito de turno para ayudar a los niños más necesitados. También reenviamos todas esas presentaciones y videos que recibimos, cargados de mensajes positivos y esperanzadores, a través de nuestros correos electrónicos. Veremos incrementada nuestra próxima factura de telefonía móvil por tantos y tantos mensajes como enviamos y, en el mejor de los casos, de tantas llamadas como realizamos. Pero ¿tendrá que pasar otro año para volver a contactar con esas personas a las que tan cordialmente deseamos “Feliz Navidad y Próspero año nuevo”?

Al regreso de estas fiestas volvemos a nuestros puestos de trabajo y nos reencontraremos con las mismas personas a quienes días atrás ofrecimos nuestros mejores deseos con un par de besos o un abrazo, pero tras el reencuentro, retomaremos la nefasta costumbre de juzgar y criticar sus actitudes y aptitudes, pisando, en nuestro afán competitivo y de superioridad, su labor profesional. Seguiremos sin ofrecerles nuestra ayuda cuando se encuentren en un apuro y nos iremos al final de la jornada sin despedirnos de ellos, cuando tengan que quedarse a hacer horas extraordinarias porque no han completado su tarea en el horario laboral. Pero ¿tendrá que pasar otro año para volver a entablar una relación cordial de unos minutos con esas personas para desearles “Feliz Navidad y Próspero año nuevo”?

Un año más nos reencontramos en cenas y comidas con esos familiares a los que ignoramos durante el resto del año y para quienes no nos queda un minuto para telefonearles y preguntar cómo se encuentran, ignorando sus penas y alegrías, para hacerles partícipes de las nuestras. Pero ¿tendrá que pasar otro año para volver a ofrecer o recibir una nueva invitación a compartir nuestros hogares, otra comida u otra cena cuando no haya que desear “Feliz Navidad y Próspero año nuevo”?

Y así, sucesivamente. ¿Cuántos días y acontecimientos tendrán que suceder, a cuántas personas y circunstancias ajenas ignoraremos hasta volver a desear “Feliz Navidad y Próspero año nuevo” sin considerar que un año consta de 365 días y no sólo de unas horas o de apenas las dos semanas que dura tanta supuesta “prosperidad”?

Ya pasaron los días de los excesos y de los sentimientos tan buenos como fugaces, que se mantienen únicamente durante las navidades, durante los días de “Cava y Muérdago” y un año más volvemos a volcarnos en “Las Rebajas”, dilatando no el espíritu navideño, sino el del mero consumismo compulsivo que las dilata, pero lo más triste es que también comienza la época de rebajas en valores humanos. Se acabaron las buenas intenciones y los buenos deseos, se acabó la comprensión y la empatía, la generosidad y el desinterés... Ahora llegan las “Rebajas de Afecto”, volvemos “a lo nuestro” o, como dice el refranero “zapatero, a tus zapatos” y “el que venga atrás, que arree”.

Viendo todo esto repetidamente, año tras año, aunque parezca un tópico, no por ello menos real, no puedo evitar pensar en tantos convencionalismos como nos limitan, en los compromisos que, teóricamente, nos atan por cariño, pero que al final se descubre falso, hipócrita y acomodaticio. Sin embargo, esto no quiere decir que me revele contra la Navidad y su espíritu, todo lo contrario, pero sí lo hago contra la embustera apariencia en la que la envolvemos, porque los buenos deseos, el amor, la fraternidad, la amistad y todo aquello que confiere calidad, dignidad y valor al hombre en lo íntimo y espiritual, motivo real que dio origen a esta celebración, no sólo se debe poner de manifiesto en Navidad, sino demostrarlo día a día a lo largo de todo el año, compartiendo aquello que tenemos de bueno en nuestro corazón y en nuestras vidas, más allá de exquisiteces culinarias servidas en nuestras mesas o costosos regalos comprados en centros comerciales y empaquetados con un gusto delicado.

Por eso, aunque se entienda que este deseo llega a destiempo, considero que es el momento adecuado para compartirlo:


Convierte tu vida en Navidad
y que la Navidad sea tu vida.




© AnA Molina (Administrador del blog).


Ante la oscuridad

Hace tiempo recibí este sencillo cuento en mi correo electrónico. Desconozco su autor y su origen, pero no su moraleja, la que hoy pretendo compartir para hacer ver la necesidad de responsabilizarnos de nosotros mismos, de aprender a vivir sin “auto-compasión” y descubrir nuestras capacidades y nuestro potencial inexplorado. Se lo brindo a quienes me han ayudado en “esas” circunstancias difíciles por las que todos pasamos en algún momento.

Los pasajeros del autobús, la observaron compasivamente cuando la atractiva joven del bastón blanco subió con cuidado los escalones. Pagó al conductor y, usando las manos para percibir la ubicación de los asientos, caminó por el pasillo y encontró el asiento que, según él, estaba vacío. Luego se acomodó, colocó su maletín sobre las rodillas y apoyó el bastón contra su pierna.
Hacía un año que Susan, de treinta y cuatro años, se había quedado ciega. Debido a un diagnóstico equivocado, había perdido la vista, y de repente se había sentido arrojada a un mundo de oscuridad, rabia, frustración y auto-conmiseración. Dado que antes había sido una mujer orgullosamente independiente, ahora Susan se sentía condenada, por esta terrible vuelta del destino, a ser una carga impotente y desvalida para todos los que la rodeaban.

"¿Cómo pudo pasarme esto?", se quejaba con el corazón lleno de cólera. Pero a pesar de cuanto llorase o despotricase o rezara, ella sabía cuál era la dolorosa verdad: Nunca más volvería a ver. Una nube de depresión se cernía sobre su espíritu antes tan optimista. El solo hecho de vivir cada día era un ejercicio de frustración y cansancio. Únicamente se aferraba a su esposo, Mark.

Mark era un oficial de las Fuerzas Aéreas que amaba a Susan con todo su corazón. Al perder ella la vista, notó cómo se hundía en la desesperación y decidió ayudarla a reunir las fuerzas y la confianza necesarias para volver a ser independiente. La experiencia militar de Mark, lo había entrenado muy bien para manejar situaciones delicadas, pero él sabía que aquella era la batalla más difícil que iba a enfrentar.

Finalmente, Susan se sintió preparada para volver a su trabajo, pero ¿cómo llegaría hasta allí? Anteriormente costumbrada a tomar el autobús, ahora estaba demasiado asustada como para ir por la ciudad por sí sola. Mark se ofreció a llevarla en coche todos los días, aun cuando trabajaban en extremos opuestos de la ciudad.

Al principio, esto reconfortó a Susan y cubrió la necesidad de Mark de proteger a su esposa ciega, que se sentía tan insegura para realizar la acción más insignificante. Sin embargo, Mark pronto se dio cuenta de que ese arreglo no funcionaba... Era problemático y costoso. "Susan tendrá que empezar a tomar el ómnibus de nuevo", admitió ante sí mismo. Pero sólo pensar en mencionárselo le hacía estremecer. Ella todavía estaba tan frágil, tan llena de rabia... ¿Cómo reaccionaría?

Tal cómo Mark había previsto, Susan se horrorizó ante la idea de volver a tomar el autobús sola.

-¡Estoy ciega! -explicó con amargura-. ¿Cómo se supone que voy a saber adónde me dirijo? Siento que me estás abandonando.

A Mark se le rompió el corazón al oír esas palabras, pero él sabía lo que debía hacerse. Le prometió a Susan que, por la mañana y por la noche, la acompañaría en el autobús todo el tiempo que fuera necesario hasta que ella se sintiera segura.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante dos semanas enteras, Mark acompañó a Susan en el viaje de ida y vuelta al trabajo. Le enseñó cómo apoyarse en sus otros sentidos, en especial el oído, para determinar dónde se encontraba y cómo adaptarse a su nuevo entorno. La ayudó a trabar amistad con los conductores, quienes se ocuparían de ella y le reservarían un asiento. Le hizo reír, incluso en aquellos días no tan buenos en que tropezaba al bajar del autobús o tiraba su maletín lleno de papeles en el pasillo.

Todas las mañanas hacían el recorrido juntos y Mark tomaba un taxi para volver a su oficina. Aunque esta rutina resultaba más costosa y cansada que la anterior, Mark sabía que sólo era cuestión de esperar un tiempo más antes que Susan estuviera capacitada para viajar por su cuenta. Creía en ella, en la mujer que él había conocido antes de perder la vista, la que no le temía a ningún desafío y jamás se rendía.

Por fin, Susan decidió que estaba lista para hacer el intento de viajar sola. Llegó la mañana del lunes y, antes de irse, abrazó a Mark, su compañero de viajes en autobús, su esposo y su mejor amigo. Tenía los ojos llenos de lágrimas de gratitud por su lealtad, su paciencia, su amor. Se despidieron y, por primera vez, cada uno tomó un camino distinto. Lunes, martes, miércoles, jueves... todos los días le fue muy bien y Susan jamás se sintió mejor. ¡Lo estaba haciendo! Estaba yendo a trabajar por su cuenta.

El viernes por la mañana, Susan tomó el autobús como de costumbre. Al pagar el billete, el conductor le dijo:

- ¡Caramba! De veras la envidio.

Susan, no supo si le estaba hablando a ella o no. Después de todo, ¿quién iba a envidiar a una ciega que había encontrado el coraje de vivir durante el año anterior?
Intrigada preguntó al conductor:

- ¿Por qué dice que me envidia?

El conductor respondió:

- ¿Sabe? Todas las mañanas durante la semana pasada, un caballero de muy buen aspecto, con uniforme militar, ha estado parado en la esquina de enfrente, observándola mientras usted bajaba del autobús. Se asegura que cruce bien la calle y la vigila hasta que entra en su edificio de oficinas. Luego le tira un beso, le hace un pequeño gesto de saludo y se va. Usted es una mujer afortunada.

Lágrimas de felicidad rodaron por las mejillas de Susan. Porque, aunque ella no podía verle físicamente, siempre había sentido la presencia de Mark. Era afortunada, muy afortunada, pues él le había hecho un regalo más poderoso que la vista, un regalo que ella no necesitaba ver para creer en su existencia...


El regalo del amor puede llevar luz a donde sólo hay oscuridad.