sábado, 16 de enero de 2010

¡Más despacio. Por favor!


Hace unos días, un amigo me comentaba que, como siempre iba con prisa, no se había percatado bien de lo que alguien le había comentado repetidas veces y cómo eso había dado lugar a un pequeño malentendido entre ambos. Otra amiga también comentaba que no se podía permitir tomar unos días de descanso porque tenía muchas tareas pendientes. Esta misma mañana, he recibido un mail de una persona que me decía que, aun siendo día no laborable para ella, se había visto obligada a tener que acudir a su puesto de trabajo porque así se lo habían impuesto. Yo misma, siempre ando a la carrera de aquí para allá con todas mis obligaciones y responsabilidades, sintiendo el compromiso de tener que llegar a todas a tiempo y hacerlas a la perfección en detrimento de mis afectos, mis aficiones, mi descanso y mi salud.

Ayer, otra persona allegada, bastante estresada, comenzó a hacerme, a toda velocidad, una lista interminable de cuánto tenía que hacer en un par de horas, con la sensación de angustia de saber que era altamente complicado cumplir con todas ellas. Me sentí tan agobiada con lo que me estaba transmitiendo que no pude evitar decirle:

¡Basta!




Después de haberlo dicho, se quedó sorprendida, incluso molesta por mi imperativo. Parecía excesivo e improcedente, sin embargo, después de explicar el sentido de mi exclamación, acabó agradeciéndola y comprendiendo perfectamente a qué me refería...


Vivimos rodeados por la prisa. Es el ritmo y el estilo de vida que nos marca esta “cultura de la velocidad” que nos somete a la esclavitud del tiempo, a la exigencia de bailar al ritmo y compás que ella nos marca dando prioridad al trabajo, a las obligaciones y otras cuestiones que se podrían calificar de “secundarias” si las comparamos con nuestro bienestar íntimo y personal.


Cuando era niña, los establecimientos comerciales cerraban por descanso en domingo; a las doce de la noche no podías comprar el periódico o una barra de pan y si urgía un medicamento se tenía que buscar una farmacia de guardia; me alimentaba de una saludable y apetitosa comida casera; hacer un reintegro de dinero implicaba desplazarte a la sucursal bancaria; la decoración navideña de la ciudad no hacía su aparición hasta mediados de diciembre y los décimos de su tradicional lotería se compraban a final de año; la primavera comenzaba cuando los primeros rayos de sol comenzaban a calentar, los días se iban haciendo más largos y las flores empezaban a brotar; las escapadas de la ciudad en puentes laborales no se tenían que hacer escalonadamente y las vacaciones estivales se decidían ya entrado el verano, como la vuelta al colegio no se hacía hasta mediados de septiembre; no se pensaba en planes de jubilación en plena juventud y vivíamos un día cada día, aquel que marcaba un almanaque con efemérides y el santoral.


Hoy en día, los comercios, no sólo abren el día de descanso, sino que los horarios se han prolongado tanto que podemos encontrar algunos con un rótulo luminoso con el texto “Abierto 24 horas”, donde, aprovechando que a la noche nos coge de regreso a casa, podemos comprar la barra de pan o el periódico que no tuvimos oportunidad de recoger a primera hora de la mañana porque llegábamos tarde a trabajar, el mismo diario que tampoco tendremos ocasión de leer más allá de sus titulares, salvo que restemos horas a nuestro descanso y mañana acusemos el cansancio por haber dormido menos de lo necesario, favoreciendo rendir menos y correr más. Comemos rápidamente en el trabajo, porque la distancia para llegar a nuestros hogares nos impide el desplazamiento en el tiempo que tenemos asignado para este fin y muchos lo aprovechan para acercarse al gimnasio, porque no tienen otro momento libre al cabo del día para ejercitar su cuerpo; otros, incluso se alimentan de un simple bocadillo frío sin levantarse de su puesto de trabajo, mientras continúan tecleando frente al ordenador y la comida casera, al estilo de mamá, queda reservada, con suerte, para los fines de semana, siempre que no sea necesario ir a la oficina a terminar el informe que, inexcusablemente, tiene que estar terminado para presentarlo al cliente a primera hora del próximo lunes. La comida rápida, servida a domicilio y los platos pre-cocinados, que se amontonan en nuestros congeladores y despensas, han proliferado, porque no nos queda tiempo para cocinar la cena cuando nuestro horario de trabajo se prologó hasta bien entrada la noche o no hemos tenido tiempo para ir al mercado tradicional a comprar alimentos frescos para hoy, porque, como ya sabemos todos, podemos llenar nuestro estómago, que no alimentarnos, calentando, durante un minuto en el microondas, una lata de un sabroso, calórico y flatulento plato típico de la gastronomía asturiana, en lugar de cocinarlo a fuego lento y durante horas en nuestra cocina, porque “¡Deprisa, que hay prisa!” que, en apariencia, sigue conservando el sabor auténtico de la cocina de puchero de una abuelita del litoral cantábrico.


Si no tenemos dinero en efectivo, no importa, pagamos el litro de leche que nos faltaba con la tarjeta de crédito o de débito porque, ya se sabe, “hay cosas que no se pagan con dinero, para lo demás... “ la tarjeta, si no queremos esperar a que la persona que está haciendo uso del cajero automático en ese momento, nos haga perder más tiempo. Al igual, en nuestra prisa por consumir, hemos adquirido la costumbre de, “para esos pequeños caprichos...”, “vivir a mes vencido”, es decir, desembolsar nuestros sueldos antes de haberlos percibido e, incluso, antes de haber desarrollado la labor que los origina, porque gozamos del beneplácito del costoso dinero de plástico anticipado por el que, a fin de mes, al ver reflejado en el extracto bancario el consumo descontrolado que hemos realizado con nuestras tarjetas y los intereses cargados por su uso y mantenimiento, nos quedamos, por primera y única vez en el día, “paralizados”.


La Navidad comienza en octubre y las rebajas de enero en diciembre. “Ya es primavera en...” febrero y, comercialmente hablando, “la vuelta al cole” se hace no ya en septiembre, ni en agosto, sino en julio, porque si no, al comienzo de las clases, los libros de texto estarán agotados en las librerías y nuestros hijos tendrán que ir al colegio con el uniforme del año anterior que se les ha quedado “pesquero” porque “¡Hay que ver lo rápido que crecen estos niños!”. La lotería de Navidad se vende en verano por aquello de “¿y si cae aquí?” cuando estamos tomando el sol en la playa en el mes de julio. Las cartas a los Reyes Magos no se entregan a sus pajes en diciembre, se envían con meses de antelación por correo electrónico a los grandes almacenes asegurándonos de su recepción para garantizar la reserva anticipada de los juguetes de moda de Papá Noel y Los Reyes que se agotan a principios de noviembre aunque no lleguen hasta principios de enero. Si necesitas comprarte un abrigo en febrero te esperas a septiembre o te conformas con esa preciosa camisa de manga corta que has visto en el escaparate y acto seguido pasas por la farmacia para comprarte un anticatarral que estrenarás junto con la camisa veraniega en pleno rigor invernal.


Cuando no sabemos todavía como coordinar las vacaciones con familia y amigos, qué decidiremos hacer con esos días libres o cuándo nos interesará disfrutarlos, nuestras empresas nos exigen, a principio de año, que hagamos el cuadrante vacacional y nos pongamos de acuerdo con nuestros compañeros de trabajo para no dejar ningún puesto desatendido durante nuestra ausencia. Las reservas de viaje se tienen que hacer con meses de antelación o nos quedaremos en tierra por “over-booking” en los vuelos y con la ocupación hotelera al completo. Si decidimos hacer un viaje corto en puente laboral hay que solicitar días libres para escalonarlo y salir antes o volver después para evitar perder el día de salida y de regreso en los atascos de tráfico que se producen en las carreteras, porque tenemos que prevenir, como tenemos que hacerlo de cara al futuro, aun teniendo toda la vida por delante, pues hay que ser precavidos y anticiparnos, para cuando seamos mayores y llegue la vejez, con planes de pensiones por los que pagaremos durante 30 ó 40 años, sin garantías reales de su cobro llegada la hora de la verdad.


¿Cuántos ejemplos como estos podemos encontrar en nuestra cotidianeidad y en nuestro entorno? Muchos, quizá excesivos, y con tendencia creciente. Así, no es de extrañar que las enfermedades cardiovasculares y los problemas psicológicos, como la ansiedad, el estrés, el síndrome de la felicidad aplazada o la depresión se estén convirtiendo en la “peste moderna” que no se menciona en los medios de comunicación, mientras todos los informativos nos inquietan con la “pandemia de gripe A” que, como bien se ha demostrado, no causa tantos estragos como los infartos de miocardio. ¿Cómo, si no, podría nuestro ritmo cardiaco aceptar tanta aceleración? ¿Cómo podría tolerar nuestro organismo tanto colorante, conservante, espesante, acidulante, glutamato y tanto producto químico, luego artificial, que contienen las grandes cantidades de “comida basura” que ingerimos? ¿Cómo no iba a presentar cuadros de ansiedad cuando no nos damos un pequeño respiro ni para pensar con un poquito de serenidad?


Decir “hay que trabajar para vivir y no vivir para trabajar” se ha convertido en un tópico que todos repetimos como autómatas, siguiendo nuestro ritmo frenético e inconsciente, sin embargo, no lo llevamos a la práctica. Todo gira en torno a la productividad y al consumo, imbuidos también por el exceso de publicidad en esta línea cultural de ahorrar tiempo, la cual, con su bombardeo constante a nuestras neuronas cerebrales, nos invita a convertirnos en consumidores compulsivos y en súper-héroes de cómic que se desplazan a la velocidad de la luz, o en “recordmen” de nuestra actividad diaria y competidores directos de nuestro propio ritmo personal.


Cuanto más trabajamos, más producimos; cuanto más producimos, al menos en teoría, más poder adquisitivo tenemos; cuanto más dinero tenemos, más consumimos y cuanto más consumimos, más dependientes nos hacemos de ese círculo vicioso y ambicioso, menos libres de todos estos condicionantes, por tanto, menos dueños de nuestro tiempo, de nuestro desarrollo y libertad personal, en resumen, de nosotros mismos. Como todo depende de terminar cuanto antes con lo que estamos haciendo en este momento para ponernos a la tarea siguiente, en el fondo, lo vamos aplazando todo sin ser conscientes de cuanto nos rodea a cada instante, ni de la propia situación en la que nos encontramos y lo que ello podría desencadenarnos. No percibimos, no apreciamos, no disfrutamos, no descansamos, no compartimos, no nos realizamos humana y afectivamente... No hay tiempo, es tarde... Hay prisa... Ya lo haremos mañana porque hoy ya no queda tiempo... No paramos... Siempre corremos...


Con este proceder generalizado y globalizado, nuestra sociedad nos inculca que la velocidad es sinónimo de progreso. Hay que obtener el éxito profesional a cualquier precio, para, con ello, obtener el éxito material, desatendiendo el meramente personal, porque, si ralentizamos nuestro ritmo, en pro de todos los aspectos de nuestra salud y nuestras relaciones personales, seremos unos fracasados no aptos para formar parte de ella y perderemos la carrera de la vida sin llegar a la meta, ni a tiempo de pasar el testigo.


Pero es posible vivir en un mundo industrializado, con todas las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías y el desarrollo, produciendo lo mismo, o más y mejor, de una manera más racional y equilibrada sin renunciar por ello a nuestra calidad de vida, como lo está poniendo de manifiesto el sistema laboral francés que ya ha reducido su jornada laboral a 35 horas semanales, sin que ello haya repercutido en su productividad, o el alemán de 30 horas, que, lejos de haberla recortado, la ha visto crecer en un 20 % respecto a la de otros países con horarios más amplios. Se trata de crear, en este mundo globalizado, la concienciación para trabajar con mayor motivación y satisfacción, con más eficacia, lo cual debe nacer de la implantación de nuevas filosofías y políticas de empresa que favorezcan esta actitud en sus empleados en lugar de la sensación de desaliento y desagrado permanente con su labor y aquello que les sustenta, tan generalizada hasta ahora, reportando beneficios en la calidad de sus servicios y productos, así como la constancia y fidelidad de sus trabajadores que reducirían significativamente su absentismo laboral por problemas físicos y psicológicos. Se trata de vivir en el aquí y en el ahora sin posponer indefinidamente nuestros pequeños placeres cotidianos y retomar una escala coherente y racional de valores humanos en la familia, los amigos y en hacer un buen uso de nuestro ocio y tiempo libre.


Esta es la propuesta del movimiento cultural “Slow Down”, parar nuestro frenesí de actividad y controlar el reloj, sin que él nos controle a nosotros, para encontrar el equilibrio entre el uso de la tecnología orientada al ahorro de tiempo que permita una productividad más óptima, disponiendo, a su vez, de tiempo libre para disfrutar de actividades personales sin que esto represente una invitación a la pasividad en lugar de a la actividad, ya que ésta última es la que propone, pero con un enfoque diferente al que llevamos en la actualidad: aparcar la prisa y disfrutar del tiempo sin depender del consumismo exacerbado.


El movimiento “Slow Down” nació en Italia, en 1989, como protesta del periodista Carlo Petrini ante la apertura de un restaurante de comida rápida junto a la escalinata de la Piazza di Spagna de Roma. Así nació una corriente de pensamiento y acción, más allá de un grupo regido por organismo alguno; una nueva conciencia basada en la biodiversidad, la reivindicación de las culturas locales y tradicionales, así como en el empleo inteligente de la tecnología para protegernos de la velocidad de nuestra civilización y preservar una alimentación sana.

No obstante, de este movimiento, su filosofía y propuestas, ya hablaremos otro día, más delante, cuando haya tiempo, porque ahora...


¡¡¡Hay prisa!!! ... y... ¡¡¡Me voy!!!






© AnA Molina (Administrador del blog).