domingo, 3 de enero de 2010

Esa traicionera compañera llamada Salud


Aunque, tristemente, no es una regla general, la mayoría de los humanos nacemos con un maravilloso don que nos irá acompañando a lo largo de la vida, hasta que nos abandone al llegar a su fin: la Salud.

La salud es un bien de valor incalculable sin comparación posible. Quien goza de ella es afortunado porque no hay nada en este mundo que la pueda comprar, ni reemplazar, ni su ausencia atiende a clases sociales o económicas. Sin embargo, nuestro estilo de vida actual, que prioriza lo material sobre lo inmaterial y espiritual, no suele atender a su importancia y frecuentemente la desconsidera y desprecia su alcance real y profundo; simplemente nos quedamos en la falsa creencia de que es algo innato en nuestras existencias. Al tratarse, sólo en apariencia, de algo gratuito, vivimos sin reparar en aquello que significaría vivir sin ella y las consecuencias que esto tendría. Instintivamente damos por hecho que siempre nos va a acompañar incondicional e indefinidamente por los tiempos de los tiempos, que su falta nunca va a repercutirnos personalmente, sino que siempre lo hace y hará sobre terceros, sobre personas que probablemente no conozcamos o de quienes sólo nos den referencias de “la mala suerte que han tenido” o como muy cerca los apreciemos en amigos o familiares, lo cual ya nos causará dolor emocional, pero nunca el físico que sufre el enfermo. Pero nosotros seguimos estando ahí, sanos, fuertes y creyéndonos invulnerables. Sin embargo, no, no lo somos, no somos perfectos, ni hemos sido dotados de la eterna juventud, ni de la salud infinita.

No voy a decir que yo sea diferente y no haya obrado en esta línea de comportamiento y, que en el fondo, puede que responda a un instinto básico de supervivencia al no aceptar lo que sabemos que inevitablemente nos sucederá tarde o temprano, sin saber en qué condiciones o circunstancias. Pese a ello, por dolorosas experiencias personales pasadas y recientes he podido darme cuenta de este error y reflexionar sobre este asunto.

Somos efímeros y por tanto caducos. Nuestra energía y vitalidad con el paso del tiempo no sólo afecta a las personas que vemos a nuestro alrededor. En el mejor de los casos, también va dejando sus señales en nuestra persona y no sólo en las canas o arrugas de nuestro rostro, sino en nuestro ánimo interior, en nuestras fuerzas y capacidades, en el debilitamiento y deterioro progresivo de nuestros órganos vitales. El cambio y el deterioro son imparables, aunque se produzcan de manera casi imperceptible y no los observemos por el hábito de convivir con nuestro propio cuerpo, salvo en los momentos que tomamos consciencia al vernos en viejas fotografías, cuando nos reencontramos con un antiguo conocido y observamos los estragos que le ha causado el paso del tiempo, o cuando esos pequeños achaques a los que no damos importancia se van haciendo paulatinamente más fuertes y constantes hasta que acudimos a consulta médica para confirmar nuestro estado de salud y, en el peor de los casos, una posible enfermedad.

Presuponemos que no pasaremos por circunstancias que vayan más allá de pequeños y temporales problemas que se resolverán con facilidad tras un período de tratamiento médico o con una intervención quirúrgica que finalmente pasarán a la historia sin grandes consecuencias. Pero, aunque sólo sea por economía mental, eludimos pensar en aquellos otros problemas de salud importantes que pueden surgir de manera imprevista o accidental, pudiendo provocar que nuestra vida quede truncada bruscamente e incluso de forma definitiva e irreparable, pudiendo arrastrar a otros compañeros de nuestro fluir cotidiano. No es extraño que una pérdida de salud provoque también una pérdida del puesto de trabajo y con ello un menoscabo sobre el poder adquisitivo habitual; limitaciones funcionales que nos avoquen a dependencias físicas de otras personas para sobrevivir y, por ello, a un debilitamiento de nuestra dignidad humana y personal, tanto como de nuestra autoestima que, incluso, pudieran acabar derivando en problemas psicológicos tales como la depresión, sin olvidar el posible condicionamiento de la libertad de actuación de nuestros cuidadores al hacernos dependientes de ellos. Por muy bien “amueblada” que tengamos nuestra cabeza, para estos casos no contamos con la preparación psicológica y sentimental previa y necesaria para aceptarlos con lógica, racionalidad y sin afectación emocional.

También puede tener sorprendentes consecuencias sobre nuestros lazos afectivos, al confirmar, con los hechos y comportamientos que se desencadenan, cómo ante la enfermedad no sirven las relaciones acomodaticias, ni los vínculos sanguíneos, pues aquellos que considerábamos de una solidez y autenticidad indiscutibles, es posible que defrauden las expectativas que depositamos en ellos al sentir la decepción tras apreciar su respuesta fría, distante o indiferente ante nuestras actuales circunstancias, cuando confirmamos que su cariño no era más que un supuesto que no se ha materializado con actos cuando más lo necesitábamos. En contraste, y afortunadamente, también es posible que otras personas, aun no formando parte directa de nuestros círculos íntimos, nos brinden altruista y desinteresadamente aquello que hemos echado a faltar en quienes catalogábamos como incondicionales. Es en estos casos cuando se demuestra el verdadero valor humano de quienes dan sin esperar recibir nada a cambio, aquel afecto que, emulando las palabras de Leibniz, ofrece satisfacción y bienestar al apreciar estas mismas cualidades en nuestros semejantes. Luego, estas tristes circunstancias nos ofrecen la valiosa oportunidad de confirmar la autenticidad de los sentimientos ajenos hacia nosotros, de reconocer, a través de sus actos, a las personas que únicamente nos dan cabida en sus vidas de forma meramente temporal, superficial, interesada o por simples e hipócritas compromisos morales que únicamente atan a quienes los mantienen en sí mismos. Y, como también es la ocasión de corroborar en qué corazones estamos realmente arraigados, no debemos desaprovechar la circunstancia para manifestar nuestra gratitud hacia ellos y corresponderles con igual afecto sincero y desinteresado.

De todo esto procede el que diga que la Salud es una compañera traicionera, porque nos puede volver la espalda en cualquier momento sin avisar, dejándonos desprevenidos y sin la capacidad resolutiva necesaria para hacer frente al suceso, física, emocional y afectivamente. No es ella la que se compromete con nosotros a nada, sino nosotros los que nos creamos la falsa perspectiva de su enlace eterno con nuestras existencias.

La aceptación de estos avatares es una regla que nos impone la vida, como también lo es la aceptación de la pérdida definitiva e irremplazable de un ser querido que se nos fue porque su salud le abandonó. El proceso del duelo, como su propio nombre indica, es tan doloroso, como largo y traumático. Aun así, por triste y dificultoso que éste resulte, hay que recorrer las etapas que nos impone para su superación. Nos guste o no, nuestro camino no se puede quedar paralizado por esa pérdida; hay que sobreponerse a ella y aprender a volver a vivir con alegría y satisfacción, manteniendo el recuerdo de aquel a quien perdimos, aprendiendo a recorrer, como define Jorge Bucay, “el camino de las lágrimas”, o como intenté hacerlo yo misma hace unos años escribiendo estas palabras tras recapacitar sobre el hecho de que todos estamos aquí tan sólo...

De Paso


Caminaba y pensé...

“Me despediré de ti, aunque nunca partirás.
Enterraré tu cuerpo y tu huérfana sombra.
A la hoguera no arrojaré los áureos recuerdos,
mas aceptaré el dolor que llenará tu ausencia.
Abriré mi mano para que tu aliento pueda volar,
no te amarraré con mi soga de cristal.
Vaciaré mi copa y la volveré a llenar.
Construiré otro nido, en otro lugar,
donde sentir mi eterna libertad.
Recorreré un día cada día,
sin pisar sendero de huellas mojadas.
El reloj seguirá avanzando
hora a hora, minuto a minuto,
sin darle cuerda hacia atrás
un instante antes de comenzar.
Pactaré en solitario silencio
con la finitud del espacio-tiempo”.

Entonces, detuve mi paso.
Sentí...

Y me lancé al vacío
para poder seguir sonriendo,

Viviendo...
Sin aquel que ya se fue.

No obstante, éste no pretende ser un mensaje cargado de pesimismo o negatividad, ni una provocación a la hipocondría, como tampoco es una invitación a la realización de operaciones de cirugía estética que nos den una falsa apariencia de lozanía, ni a la infructuosa búsqueda del elíxir de la eterna juventud. Es un mensaje que pretende hacer ver la necesidad de vivir con la atención puesta en la realidad de nuestra efímera esencia, de modo que nos permita disfrutar del presente en plenitud pero con realismo, sin crearnos expectativas sobre la respuesta de otros ante una posible enfermedad y agradeciendo las muestras de apoyo recibidas, aprender a tomar consciencia de la condición volátil de nuestra salud y las posibles repercusiones que esto puede traer a nuestras vidas y a las de nuestros allegados, para, así, aprender a percatarnos de que lo más importante no está en lo externo y material, sino que lo más valioso que poseemos está dentro de nuestro ser, es irremplazable e insustituible, y no podemos dar por hecho que nunca nos traicionará.

Os deseo una larga vida llena de salud y satisfacción.


© AnA Molina (Administrador del blog).


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por dejar aquí tus comentarios.