martes, 21 de febrero de 2012

Virtuoso Violinista, Mundialmente Reconocido, Ignorado al Tocar en el Metro de Washington


Joshua Bell Interpretando su Stradivarius de 1713


La historia transcurrió como se narra:


Joshua Bell interpretando en la estación de metro de L'Enfant Plaza
de Washington DC mietras es ignorado por la muchdumbre


Joshua Bell interpretando en la estación de
metro de L'Enfant Plaza de Washington
DC mietras es ignorado por la muchdumbre
Un músico mundialmente famoso, reconocido como uno de los grandes prestigiosos del violín, vestido con vaqueros, una camiseta sencilla y una gorra, se dirigió en la fría mañana del 12 de enero de 2007 a las 07.51 h. de la mañana a la estación de L'Enfant Plaza, epicentro del Washington DC, como si se tratase de un músico callejero más (en la imagen se le puede apreciar al fondo a la izquierda de la estación y también en segunda fila interpretando su violín). El artista y ex niño prodigio comenzó su recital de aproximadamente 45 minutos de duración, emitiendo magia de su Stradivarius de 1713 - valorado en 3,5 millone de dolares - seis melodías de diversos compositores clásicos (El violinista comenzó con la interpretación de "La Chacona de La Partita número 2 en Re menor" de Johann Sebastian Bach y siguió con piezas como el "Ave María", de Schubert, o la "Estrellita", de Manuel Ponce) ante más de 1.100 personas que pasaron delante de él durante su actuación, centenares de personas que caminaban por la estación cuyo objetivo era llegar puntualmente a sus puestos de trabajo.

Stradivarius de 1713 de Joshua Bell
valorado en más de 3,5 millones de dólares

Pasados tres minutos, un hombre de mediana edad reparó en el músico, aminoró el paso y se detuvo por unos segundos, pero luego se apresuró a cumplir con su horario.

Un minuto más tarde, el violinista recibió su primer dólar de propina procedente de una mujer que arrojó el dinero sobre la caja sin detener su paso y siguió caminando.

Minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared para escucharle, pero el hombre miró su reloj y retomó su camino, pues era evidente que se le hacia tarde para llegar a su puesto de trabajo.

Quien prestó más atención fue un niño de 3 años. Su madre continuaba caminando mientras le marcaba el paso al pequeño. Se apresuro, pero el niño se detuvo ante el violinista. Por último, la madre, ya impaciente, estiró del niño para instarle a continuar caminando,. sin embargo, el niño no dejo de volver la cabeza para seguir pudiendo contemplar al violinista. Esta situación se repitió en varas ocasiones, siempre con niños, cuyos padres, sin excepción alguna, forzaron a sus hijos a continuar caminando e ignorando la músico, a quien sin duda tomaban por un mendigo.

En los 45 minutos que el músico permaneció con su interpretación, sólo 6 personas se detuvieron, permanecieron por un tiempo escuchando al violinista. Al rededor de 20 personas le ofrecieron dinero, pero siguieron caminando a su ritmo normal.

Cuando terminó su interpretación y recogió su violín, el silencio se hizo, pero nadie se percató de la ausencia de su música, nadie aplaudió, ni recibió ningún reconocimiento por su excelente interpretación.

Durante los 45 minutos que duró su representación, nadie lo sabía, pero el violinista era nada menos que Joshua Bell, uno de los músicos con más talento y con mejor reconocimiento a nivel internacional.

Joshua Bell había interpretado él sólo una de las tres piezas más complejas jamás compuestas y las había interpretado con su violín valorado en más 3,5 millones de dólares.

Dos días antes de su interpretación en el metro, Joshua Bell agotó las entradas en un teatro de Boston, donde las localidades tenían un valor promedio de 100 dólares cada una.

El violinista estadounidense Joshua Bell pudo comprobar que, pese a tocar magistralmente, si es en el metro de Washington, los pasajeros pasan de largo y no aprecian su virtuosismo.

El experimento, planificado por el diario estadounidente "The Washington Post"  fue publicado en su dominical y consistía en observar la reacción de la gente ante la música tocada por Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que aceptó la propuesta de actuar de incógnito en el subterráneo estadounidense.

De hecho, pasaron tres minutos y 63 personas hasta que alguien se cercioró de que, efectivamente, una melodía sonaba en el subterráneo. Un hombre de mediana edad fue el primero en apartar la vista del suelo, aunque fuera por un segundo, para dirigirla hacia Bell. Treinta segundos después llegó el primer dólar y a los seis minutos alguien decidió pararse por un momento para apoyarse en una de las paredes de la estación y disfrutar de la música. En total, fueron siete los individuos que detuvieron su marcha para escucharle, mientras 27 decidieron contribuir a la "causa". Aunque sólo lo reconoció una mujer que había estado en uno de sus conciertos, en general quienes se pararon a escucharle percibieron que el artista no era un pedigüeño cualquiera.

"Era un violinista soberbio, nunca he oído nada así. Dominaba la técnica, su fraseo era buenísimo. Y su cacharro era bueno, también, el sonido era amplio, rico", describió John Piccarello, un supervisor postal que en su día estudió violín. Otro pasajero que se detuvo a oír al virtuoso fue John David Motensen, funcionario del Departamento de Energía, que sin los conocimientos de Piccarello sí explicó al Post que la música de Bell le hacía "sentir en paz".

Se trataba de una historia real promovida por el diario estadounidense como parte de un experimento social cuya finalidad era calibrar, más o menos, el gusto artístico del ciudadano medio de la capital del imperio, y por extensión, el del americano “tipo medio", sobre la percepción y las prioridades de la gente. En líneas generales, el planteamiento general se basaba en que, en un entorno común, en una hora inapropiada, en un lugar donde abundan los músicos callejeros que mendigan unas propinas, mientras son ignorados por los caminantes, no somos capaces de percibir la belleza, no la entendemos, ni nos detenemos a apreciarla, no somos capaces de reconocer el talento, máxime si se trata de un contexto inesperado. Para llevar a buen término su experimento, convencieron a uno de los más grandes y prestigiosos violinistas del mundo en la actualidad, Joshua Bell, para que, vestido con vaqueros, una camiseta sencilla y llevando consigo, eso sí, su violín de 3 millones de euros, descendiese a primera hora de la mañana hasta uno de los andenes de una estación del metro, y tocase con su carísimo instrumento seis piezas magistrales.

La pregunta que lanzó el rotativo era la siguiente: ¿Sería capaz la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado?

Joshua Bell
Interpretando su Stradivarios de 1713
El violinista (nacido en Indiana en 1967) recaudó en su estuche 32 dólares y 17 céntimos -donados a la beneficencia-. La cifra es está muy lejos de los 100 dólares que los amantes de su música pagaron tres días antes por asientos decentes (no los mejores) en el Boston Symphony Hall, un promedio de 100 dólares por localidad y el teatro registró un lleno completo.

En cambio, en L'Enfant Plaza, alejado de las campañas de promoción de su arte, fuera de los grandes escenarios y con la única compañía de su violín, a Bell sólo lo reconoció una persona y muy pocas más se detuvieron siquiera unos momentos a escucharle.




Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de Estados Unidos, dijo al Post que calculaba que "entre 75 y 100 personas se pararían y pasarían un rato escuchando" al artista, aunque nadie cayera en la cuenta de su identidad a primera vista.

Joshua Bell en concierto
Los promotores de la idea querían averiguar si los usuarios del metro sabían distinguir el sonido de un concertista de violín de calidad excepcional del de un sencillo músico callejero y hacer del resultado una piedra de toque de cómo está calibrada la sensibilidad artística del ciudadano común. El resultado fue que durante los poco más de cuarenta minutos que Joshua Bell tocó la variedad de piezas, sólo obtuvo unas cuantas monedas de limosna y sólo unos pocos usuarios del metro, que podían contarse casi con los dedos de las manos, se detuvieron algunos minutos a escuchar con atención al músico de excepción. El resto de los ciudadanos que a esa hora deambulaban sus prisas y preocupaciones por los pasillos del metro, pasaron al lado del violinista dirigiéndose a sus quehaceres cotidianos con la velocidad de siempre, sin prestar ni un segundo de especial atención a la música que salía de un violín de 3 millones de euros tocado por un instrumentista que llena, en todo el mundo, salas de concierto costando decenas de dólares las entradas más baratas. Al parecer sólo una mujer llegó no sólo a interesarse de veras por la calidad de la música que podía escuchar gratis en los túneles del metro, sino que incluso reconoció al intérprete y le dijo que ya le había escuchado en la Biblioteca del Congreso, y que recordaba aquel concierto como maravilloso.

Los resultados del experimento están ahí, pueden incluso contemplarse y escucharse, pues están grabados en video. Podría asegurar que cualquier aficionado distingue sin dificultad la calidad inusual de la ejecución.

El redactor del Post, Gene Weingarten, que ideó el experimento, afirmó durante una charla con los lectores del diario que retrasó la publicación del artículo debido al premio 'Avery Fisher', el más importante de la música clásica, que recibiría el artista al día siguiente.

Pero una vez realizado el experimento y sabidos los resultados, lo interesante es conocer qué conclusiones se han sacado. Para unos ésta es una demostración palpable más de la ignorancia del ciudadano común, alguien a quien se le puede dar gato por liebre con extrema facilidad, alguien que sólo presta ya atención a los asuntos convenientemente publicitados y avalados por criterios de autoridad que no cuestiona, sobre los que no ejerce la crítica. Otros opinan que de realizarse la prueba en cualquier metro europeo, los resultados serían distintos, achacando a la casi congénita estupidez del ciudadano norteamericano el lamentable resultado de la prueba. Otros, sin embargo, creen que el experimento es inútil e inservible, pues la inmensa mayoría de los ciudadanos que utilizan el metro de las grandes ciudades, van por los túneles sin prestar atención a lo que sucede a su alrededor, concentrados en sus pensamientos, sus horarios, sus obligaciones, etc., hartos de músicos, mimos, vendedores, acróbatas, locos, oradores y demás personajes que pretenden ganarse la vida de estos modos, personajes que pueblan ese universo subterráneo o, si no están hartos, al menos, sí están completamente acostumbrados a ellos, tanto, que no se les presta ninguna atención, incluso a quien se teme como medida de autoprotección.

Otra de las posibles conclusiones de la experiencia podría ser: Si no tenemos un momento para detenernos y escuchar a uno de los mejores músicos del mundo interpretando la mejor música jamás escrita ¿Cuántas otras cosas maravillosas nos estamos perdiendo por no prestarles la atención necesaria?

No soy una gran conocedora de la música, pero sí considero que todos tenemos suficiente "oído" como distinguir perfectamente y sin dificultad la ejecución de un gran músico de aquella de uno normal y más si se trata de la de un mal aficionado. Es fácilmente distinguible también una buena voz de una mediocre, una sinfonía interpretada de manera rutinaria, de una interpretada por una gran orquesta bien dirigida. Pero también sé que mañana mismo, si me hallase en un metro cualquiera de los que he conocido, internacionalmente (Madrid, Barcelona, París, Londres, Budapest, Lisboa, Roma...)  es muy probable que no me detuviese a escuchar ni a Caruso ni a Callas resucitados, no le prestaría especial atención a Rostropovich tocando el violonchelo, no reconocería a Scarlett Johansson caminando a dos pasos de mí, y pensaría que el mismísimo Napoleón sentado en el asiento de al lado es un pobre diablo perturbado del que tan sólo espero no me dirija la palabra, ni perturbe la lectura del libro que tengo entre manos, a cuyo autor miraría con cierto desdén inhumano si quisiera pararme para preguntarme algo, y al que casi escupiría un ¡lo siento, tengo prisa! Signo terrible y quizá miserable de estos tiempos, pero signo al fin y al cabo, nada más y nada menos que muestra nuestra deshumanización e ignorancia hacia quienes nos rodean, la desatención con la que caminamos por la vida sin percibir los más pequeños y bellos matices que la llenan de plenitud, la terrible aceleración de nuestra cotidianeidad que nos impide pararnos a recrear nuestros oídos escuchando a Bach o a Schubert, contemplando un pintor digno de ser discípulo de Picasso, ni tan siguiera contemplar la belleza ingenua de una florecilla silvestre, el azul de un cielo despejado, la sonrisa de un niño jugando o el dolor de alguien que ha resultado agredido o ha enfermado en la calle sin recibir ayuda por parte de nadie, por nuestros prejuicios al pensar que se trata de un "miserable vagabundo" o por el temor a resultar agredidos nosotros también y nos defendemos escondiéndonos de las circunstancia vitales que nos rodean y que nos resultan ajenas. Vivimos en un mundo tan extremadamente individualista que sólo reparamos y damos importancia a aquello que nos sucede a nosotros personal y exclusivamente.

En conclusión, según el Post, los ciudadanos de Washington hicieron bueno el refrán que defiende que "la belleza se encuentra en el ojo de quien mira". Y en el oído de quien escucha, al parecer. El hábito no hará al monje -o el Boston Simphony Hall al violinista-, pero bien que le ayuda.





Fuentes:


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por dejar aquí tus comentarios.