Si yo fuese un
niño,
si yo fuese un
niño, redondo, quieto y sumergido.
Sumergido, no;
sacado a la luz, estallado hacia fuera, exhibido en esa otra Creación donde un
niño es un niño en su reino.
Pero si sumergido
estuve antaño, bajo las aguas de la luz que eran cielo y sus ondas,
hoy no puedo sino
decirlo, tomar nota, procurar explicarlo,
prohibiéndome al
mismo tiempo la confusión de lo que veo con lo que fue y ha sido.
Todavía el hombre
a veces intenta explicar un sueño, dibujando la presencia del amor,
el límite del
corazón y su centro justísimo.
Aún intentar
decir: «Amo, soy feliz; me conformo.»
Que es tanto como
decir: «Soy real.» Pero cuando las hojas todas se han caído:
primero las flores,
luego los mismos frutos, más tarde el humo, el halo
de persuasión que
rodea a la copa como su mismo sueño
entonces no hay
sino ver aparecer la verdad, el tronco último, el
despojado ramaje
fino que ya no tiembla.
La desnudez
suprema del árbol quedado
que finísimamente
acaba en la casi imposible
ramilla,
tronquito extremo
sin variación de hoja,
superación sin
música de la inquietante rueda de las estaciones.
Entonces llega el
conocimiento, y allá dentro en el nudo del hombre,
si todavía existe
un centro que tiene nombre y que yo no quiero mencionar;
si aún persiste y
exige y golpea imperiosamente, porque nadie quiere morir,
puedes sonreír de
buena gana, y burlarte, y mirándolo con desdén quiere morir,
decir con voz muy
baja, de modo que todo el mundo te oiga:
«Amigo...: todo
está consumado.»
(Vicente Aleixandre)
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